Delgada, más bien escuálida, lisa y uniforme como un cilindro desvaído. Contrahecha, con su envolvente melena embutida entre dos huesudos hombros, inclinada y prieta, encogida como si la ropa fuera un tirante aprisionador. Pero vaporosa, delicada, frágil, como una princesa envuelta en gasa y nube. Así es Olivia Palermo, la mujer perfecta a los ojos de la moda. La “it girl” con más proyección, devoción y admiración. Un icono no solo de la moda, si no de cómo debe ser una mujer. Al menos una mujer aceptable y apetecible, que es la linde que han establecido estilistas y diseñadores en el mundo femenino. Un mundo constituido por dos tipos de mujeres. Las hembras y las féminas. Las primeras trabajamos y completamos al hombre, las segundas son el ornamento soñado por este.
Y es que hubo un tiempo en que la moda, fue arte, y como tal buscaba el ahondamiento del ser humano. Un esfuerzo doloroso, pero gratificante por abrir dudas constantes, plantear interrogantes y colocar frente al ser humano un inmenso espejo, continuamente tapado por el poder, para que el hombre y la mujer vieran allí el reflejo de su alma, o como se llame eso que nos hace pervivir en la memoria, más allá de la efímera vida de la materia.
Hoy no. Hoy el arte, la moda y la comunicación son un juego efectista, y no pocas veces dañino, en búsqueda constante del más difícil todavía, de encontrar la manera de sorprender, pero por el mero afán de sorprender, de excitar los sentidos, de soltar adrenalina. Sin ninguna mira puesta en el intento de mejorarnos, de indagar en quienes somos. O al menos eso ocurre con esa parte del mundo creativo prostituido hace tiempo a los mercados. Y si no lo creéis, ahí está el ejemplo de las pasarelas de moda que estos días nos inundan, o los desfiles de alfombra roja que pueblan los festivales de cine, a falta de algo interesante que ver en las pantallas. En todos los casos, el ideal de Olivia es patente. Mujeres delgadas, semi encorvadas de tan poca chicha que sustentan, sin curvas, sin caderas, sin pecho. Un ser amorfo y asexuado presto para ser percha y soporte de eso que llamamos arte. Un ejemplo de esto es la tendencia de muchos diseñadores a romper la barrera de los sexos, a crear nuevas formas de sexualidad, difusas y maleables, hasta el punto de buscar modelos masculinos andróginos y mujeres indefinibles. Hasta difuminarnos.
Los gurus de la moda están imponiendo el ideal del tercer género, y sometiendo a la mujer a un sutil proceso de desdibujado, al menos a aquellas que sirven de icono y modelo a las demás. Da igual cualquier otra cualidad que atribuyamos a las mujeres, al mundo femenino, todo es una cuestión física. Porque al fin, una parte del mercado solo ve en nosotras una cuestión física. Un ser atractivo, seductor, atrayente, capaz de satisfacer nuestros sentidos, agradar, ser mona, solicita, sumisa y modelable. Tanto que si cogemos a una chica estrecha de hombros, delgada y con labios carnosos, podemos hacer de ella un ideal de mujer. Una chica desvaída, desnaturalizada y modelable. Podemos construir con cualquier cosa el tipo de mujer que nos guste, y ponerle pechos, y melena y una mirada insinuante. Lo demás, cualquier otra cualidad relacionada con la sensibilidad, la creación o la cordura son indiferentes.
Y no es que le tenga manía a la pobre Olivia, o a las modelos de las pasarelas “fashion”. Es que me molesta como vemos impasibles como se puede manipular y moldear el cuerpo de una mujer hasta hacer de ella la mujer que queremos y nos interesa. Una parte significativa de la humanidad hace lo mismo con su espíritu, a falta de dinero para esculpir su cuerpo. Y cuando el hombre no consigue hacer de la mujer el objeto que anhela ¿que hace?, la humilla, la pega, la lapida o la mata. Pensémoslo.
Imagen blog de Judit Gómez
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