Que
despacio pasa el tiempo. Parece que fue ayer cuando Joaquín Costa pedía apoyos,
en cafés, tertulias y teatros, para conseguir la regeneración de España. Parece
que fue ayer, y ya ha pasado más de un siglo. Un siglo desde que tras el
desastre colonial, los regeneracionistas como Costa, exigieran educación,
limpieza electoral y progreso. Hoy el analfabetismo se llama “Sálvame”, el
caciquismo se llama concejal de obras y la pobreza se endulza con cheques y
ayudas gubernamentales, por lo demás, solo ha cambiado la estética y los
pasquines, que ahora son digitales.
Escribo
deprisa, y con las ideas aun revueltas, en una mesa recoleta del Jekyll &
Hyde Bar, en la esquina norte de Washington Square Park, donde hasta hace unos
minutos he estado hablando con un grupo de españoles que, ante la mirada
cómplice de los neoyorquinos, han manifestado en paz su espíritu
regeneracionista, en el centro de la Universidad de Nueva York.
“No estamos
en contra de la democracia ni de los partidos, pero tenemos que sanearla antes
de que la perdamos”. Carmen Cuadrado esta de paso en Nueva York, tan solo
faltan unas horas para coger su vuelo de regreso a España y participar en las
elecciones del domingo. No es una antisistema, pero sabe lo que no quiere del
sistema, "Lo que queremos es un poco de justicia, que quiten de las listas
a todos los políticos implicados en casos de corrupción y que empiecen a mirar
un poco más a los ciudadanos y menos a sus propios bolsillos". Junto a
ella, y tras una pancarta que blasona "Solidarity with the Spanish
revolution" esta Elena Giménez. Es uno de los mensajes que estos exiliados
neoyorquinos comparten, en español e inglés, con sus compañeros de Sol.
"Real Democracy Right Now", "Así no volveré" o "Joven
español cualificado no encuentra mercado", forman parte de la letanía que
se repite en decenas de ciudades españolas en estos días de mayo, y también por
media Europa. Elena tiene 34 años, con un currículo brillante, plagado de masters,
grados e idiomas, perdió su mileurista contrato hace unos meses, y como otros
jóvenes formados se mudó a Nueva York para buscar futuro.
“Arrastrados
por la rutina de la vida cotidiana y la inercia de la política tradicional, yo
creo que en España la sociedad no ha tomado conciencia de la gravedad de la
situación y de la trascendencia de movimiento 15M”, me explica Lorenzo
Díaz-Mataix, un científico catalán residente en Nueva York, que ejemplifica esa
fuga de talentos que vive España, con mayor intensidad, si cabe, desde hace
tres años.
Hace cinco
días, un 15 de mayo, me escribía desde Madrid Juan Manuel Honrrubia, un viejo
amigo de la facultad, “Me voy a Sol con un grupo de compañeros de desamparo,
porque ya no tengo a otro sitio donde ir”. El suyo, el de Carmen o el de Elena,
es el retrato de las concentraciones. El movimiento de las plazas de España no
es en su esencia un movimiento interclasista, ni ampliamente ciudadano. Cinco
millones de parados, uno de dependientes sin amparo y varios de mileuristas y
jubilados en el congelador de las pensiones son situaciones con arreglo y
llevaderas.
Y lo son
porque la situación tradicional española es, más o menos, esa. Somos de un país
pobre, que ha sacado la cabeza hace veinte años, así que la mayoría de la población
tiene asumidas ideas como “pobres ha habido siempre”. Las redes y solidaridad
familiar, la picaresca, la economía sumergida y las caminatas por el filo de la
ley son habituales. Pocos se escandalizan de tener que votar a políticos
imputados o de que las administraciones despilfarren sus impuestos en
banalidades tales como propaganda, mítines, carpas inaugurales o cambio de
membretes cuando se produce la típica y decimonónica reorganización
administrativa, con cambios de ministerios incluidos. Nuestra cultura no nos
predispone a criticar eso, antes bien, a admirarlo. A todos nos gustaría que
nos tocara la primitiva o a conseguir un puesto de funcionario, como fuese. A
todos nos gustaría ser concejal de obras o presidente de club de fútbol.
Admiramos a quienes han sido capaces de retar al sistema y aprovecharse de sus
debilidades. Es parte de nuestro genoma.
Pero lo de
Sol es distinto. Quienes han iniciado esta serena rebelión no son de esas
generaciones conformistas, ni de esos grupos de población analfabeta a los que
la logse ha condenado a un trabajo eventual de miseria, con el que pagar en
miles de letras un coche tuneado y los licores de Mercadona que permiten hacer
botellón en los lugares habilitados inteligentemente por la autoridad. Y para
los que sean abstemios o tengan azúcar, siempre queda Telecinco. Todo es soma,
al más puro estilo de Orwell.
Pero los de
Sol son Wasp. Trasladado a España, jóvenes blancos, de cultura cristiana,
formados y cultos. Jóvenes criados en plena democracia, que no han vivido otro
sistema, que han creído en él, que creen en él, y que son conscientes que no
tienen cabida en el trapicheo en que se ha convertido Europa, y más exactamente
España. Siempre, a estos movimientos se une el folclore. Muchachos con la cara
pintada que hacen malabares, jóvenes con zancos lanzado consignas
antiamericanas y anti capitalistas y maduras señoras añorantes de la republica.
Pero el núcleo somos wasp. Unos hemos huido de España perseguidos por la
violencia, otros de la frustración de no poder participar en un sistema que te
prepara para ser nada y no te da sitio para ser protagonista, y otros ni
siquiera han podido huir.
Sin apoyo
social, probablemente todo quede en nada. Una amalgama de sentimientos y
razones dará la disformidad necesaria para que hábiles oradores desmonten las
quejas. Al final, Rubalcaba, pasadas las elecciones, y sin miedo a que la
policía le quiete votos, limpiara las plazas con lo primero que pille. Al final
la gente antepondrá la comodidad y las buenas costumbres. Pero al final, en la
soledad de nuestros pensamientos, yo creo que muchos caeremos en la cuenta de
que tienen razón. De que algo no funciona en nuestro sistema cuando los jóvenes
están fuera del sistema, y los corruptos en sus entrañas.
Imagen
Pablo Ausucua
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