A todos nos
ilusionan los inicios, todos esperamos el tiempo de las llegadas, los
reencuentros y los saludos. Así empiezan las vidas comunes. Esas vidas
compartidas que recomponen corazones heridos y visten de blanco nuestras
tristezas, reconstruyendo con brillo nuestro destino, nuestras esperanzas y esas
manos cruzadas que el viento de la historia descompuso en algún desierto en
pequeños pedazos. En ocasiones los principios son tibios, pero casi siempre, la
proximidad y el cariño convierten un encuentro casual en lo esencial de una
existencia.
Pero cuando
llega el adiós, la vida se convierte en torva. Decir adiós deja un quejoso
vacío, hasta en las manos, y reviste a quien lo pronuncia del sentimiento de
que todo cuanto le rodea se disipa, que nada ya tiene significado. Son los días
en que descubres que pierdes a todos a quienes creíste tuyos, aun no
habiéndolos abrazado nunca.
Pierdes a
niños que irrumpieron en silencio, crecieron entre tus manos, alentaron el
cielo en tu cobijo, y que con su marcha sepultan tu alegría, inundándote de una
ensordecedora soledad.
Siempre
queda la esperanza de que algún viento nos reúna, que dicen que no hay
distancia, ni abismo, ni tiempo, ni madeja humana capaz de hacer desistir a
nuestro corazón cuando ama, cuando acuna el alma entre el brezo suave de quien
un día, con los ojos abiertos, y las manos prietas sobre tu mano te dedicó una
sonrisa.
Es el único
consuelo, confiar en el futuro, sabiendo que ellos brillarán en él. Mientras,
esperaré a que regrese el invierno, sentado tras mis cristales, con la
confianza de ver emerger entre los pasillos a aquellos niños dulces, buenos,
tiernos, sinceros, nobles, limpios, soñadores, quizá ingenuos, pero siempre
gigantes que iluminaron mis días. A aquellos que fueron mis niños
Hasta
entonces, perdón por tantos errores, gracias por compartir vuestras vidas, y hasta
que el viento os traiga.
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