La foto tiene algunos años, el cariño y el respeto por ella algunos más. Entonces ambos éramos educadores. Hoy ella, aunque alejada de las aulas, sigue siendo la guía de cuantos han tenido la suerte de aferrase a sus manos y de quienes, aunque sea por un pasillo, o en un lugar de su iglesia sieguen mirando con admiración la silueta de una mujer llena de bondad, una mujer con una inclinación natural para hacer el bien, por entender a los demás, por encontrar la palabra justa para enterrar el desaliento de los otros. Compasiva, generosa, y entregada, Rosa es una de esas grande mujeres capaz de ver en la mirada de los otros el sufrimiento y la desesperanza, tenderte su mano y arrebatarte del hades que te atrapa.
Su colegio ha celebrado ayer el Día de la Buena Madre y (exceptuando la mía) no se me ocurre mejor ejemplo de lo que las personas llamamos madre. Una mujer que ante la fragilidad humana en sus primeros años ha dedicado su vida al cuidado de cientos de niños y niñas que han crecido entre su amabilidad y su protección, creando con ellos un vínculo indeleble de gratitud y apego.
Hace una semanas pude verla otra vez y esbozar un gesto de alivio y de paz al verla. Como siempre sus primeras palabras emanaban quietud y sosiego; “Que tal estás, que tal tus hijos. Los echo de menos”. Y yo a ti, y a tus palabras, y a tus silencios, y a tus caricias en el aire, y a tus consejos y a esa calma que al alma apacigua y al corazón serena. Pero no pude decírselo, reclamada por más gente que deseaba verla, y hablarla y decirla, con otras palabras, cuanto la quieren, cuanto la queremos.
Quizá la imagen puede parecer difuminada, pero es que ante ella todo queda apagado, difuso, como en una neblina que emana de un corazón lleno de bellas luces que iluminan, aunque sea por un instante, la soberbia de los que un día quisimos ser como ella, actuar como ella, amar a los demás como ella, proteger a nuestro niños como ella, sin darnos cuenta que eso era imposible.
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