Salía esta tarde de Sierrallana y a través de su puerta entreabierta he visto vacía la 312, la casa desde hace meses de Raquel. El lugar donde pelea cada día con su cara de niña contra la muerte. Nos conocemos de intercambiar una sonrisa en los pasillos, de un gesto cómplice entre batas blancas, de un hola a cambio de una sonrisa. Incluso hemos mezclado en el aire algunas palabras en la máquina de café de la sala de espera de la tercera planta. “Yo tengo un linfoma, y tu?”, “la cabeza vacía” y tras ello una sonrisa, el mejor regalo que podía recibir.
Raquel es guapa, incluso con ese pañuelo de colores chillones que oculta su falta de pelo. Sin cejas, y con el cuerpo doblado afronta su destino con una dignidad admirable, y una fe extraordinaria. Solo busca cada día un ratito de distracción antes de sentarse en el potro.
Y es que su silla en la sala de quimio parece un simple asiento, pero es un potro tortura, presto a lanzar un torrente de ácido, un suplicio prolongado necesario para salvar la vida de quien un día descubrió un cáncer en su interior. Lleva meses atada a esa silla, viendo el lento declinar de su cuerpo, asiendo con fuerza una vida que, por momentos, parece que se escapa. Y en su entorno, ángeles vestidos de blanco que animan, cuidan y curan. Y en su entorno gente de su sangre que anima, cuida y muerde sus labios, mientras imposta una sonrisa, para que no cunda el pánico.
Estos días un centenar de niños y niñas de La Paz luchan cada día por esa nota que les permita algún día llevar una bata blanca y salvar vidas.
Raquel lo necesita, pero también que sepamos meter en vuestro corazón, toda la piedad y el amor que ella precisa.
Hasta mañana Raquel, mañana te llevo ese libro que tu corazón me ha pedido. Un beso, se fuerte.
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