Se levantó como cada día, con su mirada perdida y sus ojos acuosos, su barba desaliñada y su cuerpo ligeramente encorvado. “¿Has podido dormir?”, “nada, como siempre”.
Era un día cualquiera y como cada mañana fue a su segunda casa, deambulo entre pasillos llenos de bullicio y niños ansiosos de aprender, sin poder hacer nada por ellos. Al final del día solo recordaba a tres niñas que se le acercaron para agradecerle sus notas, “Es fruto de vuestro esfuerzo y vuestro talento, yo no he hecho nada”, y se alejó despacio, sin rumbo.
Era un día particular, la muerte había herido a su mejor amigo. Pero no habló con él, no supo como darle aliento, no supo como arroparle, no le dijo nada.
Era una tarde gris. Se reunía con el último hilo que no había cortado la parca. Aquella mujer que tanto le había empujado hacía el Eliseo, tras los preliminares adecuados, miró fijamente su rostro ajado y le dijo con tristeza: “todo ha fallado, tus recuerdos son más fuertes que mi medicina, la maldición de aquella mujer no te abandonará jamás. Sigue tomando todo, sigue esforzándote si te queda aliento, pero, lo siento, yo ya no puedo hacer nada”.
El hombre cogió sus restos, bajó la escalera y caminó perdido por aquella ciudad que había sido siempre su cobijo.
“Que te han dicho”, inquirió quien más le quería al llegar a su casa, “nada”.
Fue una noche sin más, se acurrucó en su cama temiendo que quizá mañana amaneciera, aunque sería para nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario