El Colegio
Ntra. Sra. de la Paz ,
una de las obras menos obras del catalán Joseph Mª Subirachs y del portugués
Francisco Coello, celebra el 50 aniversario de su construcción, un hito poco
conocido de la arquitectura y la escultura contemporánea española.
Habían
llegado a finales del siglo XIX. Eran tan solo un pequeño grupo de religiosos
con dos corazones en su hábito que pretendían extender la educación también entre
las clases menos favorecidas de una ciudad industrial en pleno desarrollo,
Torrelavega.
En 1921 el
gobierno y las autoridades municipales les habían pedido convertir su pequeña
academia de la Plaza Mayor
en un centro oficial que atendiera la creciente demanda educativa de una ciudad
en expansión para la que su único instituto no era suficiente, así nacía el
Colegio Ntra. Sra. de la Paz ,
en 1923.
Pero cuarenta
años después, las instalaciones se quedaron pequeñas y un hombre callado,
inquieto, culto y amable se cruzaría en el camino de la educación y el arte
español, el padre Ángel Lucas.
Emperezaba
a gestarse una de las obras menos conocidas y significativas de la arquitectura
española.
En 1963, la
congregación de los SSCC, se planteó la necesidad de ampliar sus instalaciones
para poder atender a una demanda creciente de alumnos. La imposibilidad de
ampliar la vetusta construcción de la calle Julián Ceballos, la falta de nuevos
terrenos en la zona y la negativa de la orden a sacrificar las áreas deportivas
les impulsó a pensar en edificar un nuevo colegio en un huerto de las afueras.
Un espacio al alcance económico de la congregación, pero con grandes obstáculos
para albergar un edificio como el que soñaba el corazón del Padre Ángel Lucas.
Lucas no
quería un solo un nuevo Colegio. Soñaba con una obra de arte, dentro de la cual
sus alumnos crecieran en un espacio dedicado a la sensibilidad humanística y la
ciencia. Pronto su ilusión consiguió reunir el talento del escultor José Mª
Subirachs, el arquitecto Fray Francisco Coello de Portugal y el aparejador
Vicente Sámano.
Los
primeros arquitectos consultados habían rechazado el encargo ante las
dificultades topográficas que se planteaban. En ese momento surgió la figura de
Fray Francisco Coello. Este dominico se había ganado ya una merecida fama de
arquitecto innovador, seguidor de las nuevas corrientes constructivas
funcionales y minimalistas, con las que había entrado en contacto en la Alemania de posguerra, y
que había trasladado a obras civiles y religiosas españolas como la Virgen del Camino de León.
Contra todo
pronóstico, y tras estudiar el terreno y dialogar con el Padre Ángel Lucas,
promotor incansable de la idea, Coello respondió con planos y una concepción
revolucionaria. Pese al carácter rompedor de la idea, la congregación decidió
llevar el proyecto adelante.
Ahí
comenzaba el trabajo de la tercera pieza del equipo. Una obra con tal
complejidad en el movimiento de tierras y la aplicación de soluciones
constructivas no usuales entre los trabajadores de la región, exigía un maestro
de obra, un aparejador concienzudo, dominador de su trabajo. Claramente debía
ser Vicente Sámano. Sámano ya había trabajado con algunos de los mejores
arquitectos de su época, y llegaría, más tarde a convertirse en un complemento
clave de maestros como Saenz de Oiza, y de obras como el Palacio de Festivales
de Cantabria Un año después, el Padre Ángel Lucas presenciaba el inicio de las
obras, entre estrecheces económicas, incomprensiones, y múltiples problemas en
el viejo colegio, claramente insuficiente, pero imprescindible para una ciudad
con una deficiente infraestructura educativa.
El edificio
proyectado constaba de dos grandes módulos orientados al mediodía, conectados
por un tercero, más esbelto dedicado a residencia y una amplísima zona polideportiva.
La iglesia,
pensada para fines parroquiales, se abría a las calles circundantes en un
impresionante voladizo atirantado, que simbolizaba la luz de Cristo y el camino
de la salvación. Pero los tres protagonistas pronto descubrieron una nueva
dificultad. El muro norte de la construcción, un gigantesco murallón de
hormigón armado, de carácter brutalista, resultaba una imagen demasiado
desnuda, desacorde al conjunto.
Fray
Francisco Coello pensó en buscar una solución ornamental, no constructiva y
solicitó para ello la colaboración de su amigo José Mª Subirachs, un reconocido
escultor, que acabaría convirtiéndose en el santo y seña de esta manifestación
contemporánea, y que encontraría su cumbre y reconocimiento con la fachada de la Pasión del templo de la Sagrada Familia de
Barcelona.
Subirachs
ya había experimentado con formas decorativas basadas en la repetición de
elementos geométricos, figurativos e incluso mensajes a modo de jaculatorias.
En este
caso, una hornacina que alojara una figura de la Virgen de la Paz , a quien se encomendaba el
Centro Educativo, y la reiteración masiva de la palabra Paz, en todos los
idiomas, sería la solución.
Los rasgos
duros del edificio se redujeron, y el carácter simbólico del conjunto se
agrandó. Como en los antiguos templos góticos, el complejo edificio comenzaba a
intuirse entre las calles, para abrirse majestuoso tras la última esquina.
La idea de
Subirachs tenía, empero, su dificultad, la colocación de las letras obligaba a
crear moldes de madera que impresionaran el hormigón, y desencofrar sin cuajar
de todo el material, para evitar dejar el molde en el interior, con el peligro
de roturas que implicaba.
Con todo el
esfuerzo de los hombres de Sámano se consiguió el objetivo, y la fachada, tal
como se planeó quedó erguida.
Concluida
la iglesia y el colegio, y tras la inauguración el 19 de mayo de 1967 el equipo
formado siguió sus destinos y se disolvió.
Coello
continuó sus trabajos por Europa, Subrirach comenzó a caminar hacia la Sagrada Familia y
el Padre Ángel Lucas fue reclamado por su congregación para otros servicios.
Solo Sámano siguió al resguardo de su edificio, impartiendo clases y formando
nuevos arquitectos durante las siguientes tres décadas.
En el año
2002, las autoridades municipales y autonómicas concluyeron el expediente de
catalogación de la obra como patrimonio artístico regional, y su valor empezó a
ser reconocido por los estudiosos del arte de la época y de las trayectorias de
Subirachs y Coello.
A mediados
de ese año, se publicaría el expediente, se realizarían monografías sobre la
obra, se inauguraría una nueva iluminación que destacaba la gran belleza de su
fachada norte y se afrontaron los fastos de la efemérides. Pero sólo Sámano,
fiel a su edificio pudo estar allí, los demás, no.
Pero
aquella comunidad de religiosos, alumnos y profesores, y la ciudad que les
acoge tenían una deuda que querían reconocer. Un año más tarde, y a instancias
del Colegio de Arquitectos, la
Congregación de los Sagrados Corazones, el Ayuntamiento de la
ciudad y la asociación de padres del colegio y diversas entidades culturales y
empresariales, un merecido homenaje público reconocía la labor de estos cuatro
hombres, autores de una gesta callada y discreta de nuestra cultura, imponente
y ahora reconocida, la Iglesia
y el colegio de Ntra. Sra. de la
Paz.
Han pasado
cincuenta años de aquella mañana en la que un reguero de niños y profesores
movieron su mobiliario desde el viejo colegio, hasta esta obra de arte y
comenzaron una nueva época. Cincuenta años de carreras por los pasillos, de
ideas que bullen, de historia de sueños juveniles. Cincuenta años de mujeres y
hombres que han construido sus vidas y han ayudado a las de otros, pero siempre
a la sombra de aquellos cuatro corazones.
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