Era huraño
y agreste. Era seco y distante, pero todo el mundo le quería. Había vivido
media vida embarcado, buscando una fortuna que ofrecer a Maribel, su mujer.
Cada cuatro
meses regresaba a su casa en el municipio de Ruiloba, y durante quince días
ponía cara de ogro para que nadie le arrebatase un segundo de Maribel. Paseaban
por la cambera que desde la aldea de Liandres llevaba hasta la ermita de los
Remedios, y desde allí a los acantilados de La Corneja , donde un
tintineante camino les acercaba a una playa pedregosa, batida y solitaria.
Cuando se
acercaba el tiempo de desembarcar para siempre, Maribel logró mejor acomodo en
el cielo, y Antonio quedó preso, en su casa de la aldea, de una tristeza
incontenible.
Cada mañana
y cada tarde iniciaba su paseo por la misma ruta, entre las mismas piedras, con
sus huesos volcados sobre un callado y los ojos cubiertos por una boina negra.
Pero sin Maribel.
Aquel
acantilado se convirtió en su destino y en el único lugar, por albergar sus
recuerdos donde encontraba paz.
Algunos
días reñía con los críos que subían a la zona, otros con algún veraneante que
violaba la paz de aquel lugar, y hasta con las abejas que libaban sin saber que
aquel hombre había convertido aquel mirador natural en su castillo.
Cada tarde
y cada mañana se enfrentaba con quienes arrancaban flores, tiraban papeles o
bajaban a la playa y con garranchos y esquileros arrebatando al mar pulpos y
nécoras.
Un día en
su ronda diaria, Antonio vislumbró en la playa maderas y cordeles. Restos
suficientes para construir lo que necesitaba.
Era normal
verle cada tarde pasar delante de la casa donde mi familia se reunía en los
días de verano, tan habitual como que mi abuelo le llamase y que él, con su
reverencia y prudencia habituales, entrara en la finca y dijera sí a mi
pregunta habitual, “¿Antonio le apetece un café?”.
Pero en
aquellos días comenzó a no detener su paso ante la casa de mis abuelos.
Caminaba deprisa, precedido por el espíritu de Maribel. “En otro momento nos
vemos, llevo prisa”.
Con un
escaso hatillo de herramientas, Antonio descendía a la playa de piedra, a pesar
de sus años, recogía las maderas que el mar se empeñaba en entregarle, quitaba
y rompía nasas y rasgaba redes para que ningún animal muriese por capricho.
Durante el primer mes de verano trabajó hasta alcanzar su objetivo. Un sencillo
banco de madera en el lugar donde antes se asomaba al mar junto a Maribel, y
una cesta de mimbre donde depositar desperdicios.
El resto
del estío siguió riñendo, destruyendo artes de pesca furtivas y luciendo su banco.
Pasó aquel
verano, y otros más luchando contra esa legión de veraneantes que sin respeto
ni sentido común invaden en los días de vacaciones un espacio natural, bello,
elegante y majestuoso, permitiendo a sus vástagos ,provistos de redeños, palos,
palas, cubos y ganchos saquear las rocas y arrasar las playas.
Buscaban
cangrejos para apalearlos, aplastarlos y divertirse arrancándoles las patas,
guardando sus restos en los cubos de playa de sus niños, graciosamente
decorados con la imagen de Donald y la Sirenita. Pero como
un guardián de las Termópilas defendió su playa y, lo que es más valioso aun,
concienció a la gente del pueblo que mirar la barbarie con actitud pasiva y
distante, no es una opción.
Era casi
septiembre cuando en su paseo matinal encontró su banco ocupado. Eran Litos, el
hijo de Juan y Paloma y Nando y Mar, los de Pancho y Mellines. Habían recogido
la basura de aquella campa, habían vaciado la cesta en una bolsa y esperaban,
con aliento entrecortado la llegada de Antonio. Parco en palabras y habituado
al silencio, Antonio les espetó “es mi
banco”, a lo que ellos respondieron, “pero el prado es de todos”. “Bajamos a
romper nasas de furtivos u os vais a quedar ahí toda la mañana”. Y bajaron.
Durante los
siguientes meses aquel grupo de niños fue creciendo y aquel hombre comenzó a
hablar y a aliviar su pena.
Dos años
después de aquellos encuentros Antonio murió y a instancias de sus vecinos, el
vetusto banco fue sustituido por otro de mejor factura, y se colocaron
papeleras de madera y una vallla que impide el acceso de los coches y unas
mesas de madera para respetuosamente reunirse frente a la belleza de ese
santuario marino. Y hasta un funcionario municipal recoge las basuras cada día
en aquel bravo acantilado.
Cerca, en
el restaurante que descansa junto a la ermita la gente se relaja al solaz del
sol de verano, mientras grupos de chavales limpian la playa y cuidan que nadie
la esquilme.
Niños que
han convertido la costa de Fonfria y la Corneja en un santuario vigilado de vez en cuando
por el SEPRONA y casi siempre por la gente de Ruiloba. Un lugar donde Antonio
enseñó con su ejemplo a una generación que el mar es sagrado, y el hombre no es
su dueño.
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