¿Y ahora que?. Esa parece ser la frase que emana de los ojos de Julián Assange, el hombre que ha sacado las vergüenzas a las potencias “democráticas”, esas que en el nombre de sus sagrados valores políticos y religiosos, han llevado a cabo, a lo largo de la historia, algunos de los más infames delitos atribuibles a la humanidad.
La semana pasada le tocaba señalar con el dedo a nuestra sociedad a Vargas Llosa, cuyo beligerancia contra los populismos es conocida y que en el “sueño del celta” rasgo sin compasión el velo hipócrita de las potencias coloniales, esta vez a través de las despiadadas fechorías en Congo de la, hoy agónica, Bélgica. Esta semana la diana esta en Mosul, en pocos días, quien sabe, la lista de agravios es larga.
Pero la mirada de Julián no es de soberbia, sino de desaprobación. No es el gesto de quien se vanagloria de haber ganado, sin más, sino el gesto de victoria de quien se siente triste por haber ganado, por tener que contar lo que nunca debió ser contado, porque nunca debió ser hecho.
Su obra, un portal protegido como Fort Knox, es la de alguien que ha querido ser ciudadano, y en este caso periodista. Y eso implica, en ambos casos, decir la verdad, exigir a quienes tienen por deber protegernos, también en lo moral, y renunciar a convertir los medios de comunicación en meros instrumentos de entretenimiento, que al modo del soma, aquella bebida alienante que describía Orwell en su 1984, nos aborregan y nos desarman ante, por ejemplo, injusticias manifiestas como esta.
Muchos lo han descubierto ayer con su ataque a la CIA y sus métodos, lo que dice mucho de la preocupación que tenemos por saber lo que pasa en nuestro mundo. Y dice mucho sobre el hecho de que sabemos y conocemos lo que los medios quieren. Pero Assange es un viejo luchador, y su web un viejo caballo de Troya.
Hace pocos años ya se la jugó al ejército americano, al filtrar más de 77.000 documentos desclasificados que descubrían las técnicas del ejército americano en Afganistán y su resultado, más de veinte mil civiles afganos muertos.
Después denuncio, con pruebas, las ejecuciones sin juicio realizadas por las autoridades de Kenia. Más tarde los trapos sucios de The New Kaupthing, el mayor banco islandés, hasta que demostró la irresponsable gestión de sus administradores, que tiempo después acabaron en la cárcel, tras arruinar, eso si, a medio país. A eso han seguido las empresas de hidrocarburos, y la iglesia de la cienciologia, y …
Un trabajo que revela a las claras, y para nuestro sonrojo, ciertas verdades casi irrefutables.
Una que los sistemas de control de nuestros gobiernos y administraciones no existen, pues si no, no se entiende que ejércitos, agencias de seguridad, empresas y organismo varios campen por sus respetos, actuando como si estuviéramos en el siglo XVII.
Dos que la sociedad civil no existe, se encuentra desarticulada, gracias a la impagable labor de un sistema educativo uniformizante y unos medios tutelados, que digieren previamente la información que debemos conocer, y con que sesgo.
Y tres, que tenemos un sentido de la justicia muy cínico. Destripamos a nuestros gobiernos, criticamos nuestras formas de actuar, limpiamos, de vez en cuando, nuestros métodos de seguridad, ocultos y macabros, bajamos nuestras defensas, podridas, pero defensas, y dejamos alzadas y afiladas las armas de quienes siendo también malos, lo son más.
El mismo día en que medio mundo se rasgaba las vestiduras, y con razón, por las atrocidades que revelaba Assange sobre Irak, solo un medio de comunicación español citaba, de pasada, la muerte a manos del ejército birmano, de quince mil campesinos de ese país. Sin motivo, con el necesario apoyo chino y de los bancos que custodian el inmenso patrimonio de Than Shwe, el dictador birmano.
Ahí, a lo lejos, también mira Julián, como diciéndonos, mira detrás de ti, que también hay sangre.
Imagen CatalunyaPress
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