No se consideran raros, ni distintos, ni especiales. Como muchas chicas, como muchos chicos, nuestros adolescentes sienten miedo a estar solos, a quedarse solos, a afrontar la vida solos.
Y la soledad no es solo deambular entre una ruidosa masa de gentes sin rostro, ni mirar en derredor y no ver nada, ni sentir nada, ni oler nada.
La soledad se afronta, en su cara más ingrata, cuando debes enfrentarte, sin nada ni nadie, a decisiones, a responsabilidades, a riesgos y a peligros, que pueden marcar tu vida y la de otros, sin tener el recurso de compartir tus dudas, tus miedos y tus puntos de vista con quienes son parte de tu corazón.
Nuestros jóvenes no conciben vivir sin compartir. Primero son los padres, y sus risas, y sus caricias y sus ilusiones puestas en ellos. Luego, y además, los hermanos, con sus peleas y sus secretos a la luz de una linterna. Y luego los amigos y los compañeros, y el campamento, y las chicas del equipo …. Y tu chica o tu chico.
No hay una verdad más grande que la que dice que la vida se comparte, o no es vida. Y con 16 se comparte con la intensidad, la frescura y la sinceridad de quien solo ve por los ojos de los demás, tanto que a veces olvida que los tiene propios. Son irreflexivos. Que se le va a hacer, son los 16.
Si hay algo de cierto en esas series televisivas famélicas en neuronas como al salir de clase, o el internado o física o química, es el retrato de una vida, que a los 16, se vive en primera persona del plural.
El padre de una de mis niñas suele mostrarse contrariado porque dice que sus entrenos, de dos horas en La Lechera, nunca duran menos de cuatro. Es cierto, todas y todos anhelan esas palizas en piscina, parquet o campo de hierba, como peaje a esas largas charlas en el vestuario, esas risas bajo las marquesinas de espera y esas largas confidencias, enhebradas en los asientos del bus, camino de casa.
Ninguno de mis alumnos podría vivir sin sus amigos, ni sin sus parejas, ni sin sus padres, ni sin sus hermanos, ni sin sus profesores. No podrían vivir sin hacerles reír, y sin contarles sus sueños, y sus penas y sus miedos y sus dudas. No podrían vivir sin escuchar sus reproches, y sus consejos, y sus dudas y sus propios miedos.
Los políticos, que también son ciudadanos, pero no se sabe de que mundo, suelen caracterizarse por trasladar sus intereses y utopías a la vida de la gente, y cumplir medianamente con sus obligaciones. Pero no lo hacen, que seria lo deseable, por recoger nuestros anhelos, conocer nuestros sueños, y anticiparse a nuestros problemas.
Estos días algunos partidos han comenzado su campaña electoral en Cataluña, hablando sobre la independencia en voz alta, y susurrando en alguna página perdida de sus programas de cosas importantes, de esas que nunca se discuten ni proclaman, hasta que ya es demasiado tarde para retirar el voto.
Algunos están cuchicheando sobre lo que harían si las urnas de allí respaldaran su postura en toda España en temas como el aborto.
No entro en cuestiones morales sobre si ese acto, muy doloroso, es correcto o no, ético o no. Tampoco, que no soy médico, puedo discutir sobre las secuelas de un uso masivo, oculto e irresponsable de medicamentos por nuestra parte. Pero si que entro en cuestiones que me parecen más graves sobre la responsabilidad que dejamos, solitaria, sobre nuestros adolescentes.
Ampliar la capacidad de las mujeres menores para abortar es una claudicación en toda regla en el tema de los embarazos adolescentes. Un mea culpa público de que no somos capaces de prevenir embarazos no deseados, de darnos una formación sólida que separe la sexualidad de la reproducción y, desde ahí, que permita el uso racional de métodos anticonceptivos y uso responsable de la sexualidad. Y ello implica una educación no sexista que impida el sometimiento, a veces voluntario, de nosotras a ellos, que con 16 ellos son muy farrucos, y ellas muy ingenuas en ocasiones y muy soñadoras.
Las ideas para leyes sobre el aborto y uso de píldoras post cóitales que se proponen entregan a los chicos una poderosa arma para inhibirse de sus responsabilidades. Y es que olvidamos que no estamos ante un problema sexual, resoluble con un ejército de dius, cremas y pastillas, si no ante uno social más profundo y perverso, la falta de autonomía, carácter y autoafirmación de muchas jóvenes, incapaces de imponer su criterio en una relación “de iguales”, obligando a la pareja a jugar con sus reglas, con seguridad y hasta el límite que ellas impongan o consientan.
Se nos olvida a menudo que somos seres contradictorios. Afirman los mayores que los adolescentes lo son porque adolecen de capacidad reflexiva, experiencia, madurez y rigor y hasta de conocimientos de biología, o eso dice el PISA, pero como no sabemos cuidar de ellos, ni salvarnos de las lacras de la sociedad amoral y consumista que estamos construyendo, les soltamos el fin de semana, les vendemos alcohol a chorro y luego un cheque en blanco para que maten lo que sobre.
No se consideran raros, ni distintos, ni especiales pero, en su mayoría, tienen miedo a estar solos, a quedarse solos, a afrontar la vida solos.
Son libres y mayores, pero no por ello debemos dejarles afrontar tantas experiencias solos. No se porque debemos dejarles asumir solos tantas decisiones en las que por miedo, inexperiencia o la búsqueda de una salida fácil puede llevarles a errores graves. No entiendo porque no entendemos que no deben estar solos, que solo tienen 16.
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