Releo con
melancolía cada página de los recuerdos de Mitch Albom sobre su maestro, buscando
consuelo a la imagen denostada de mi viejo profesor.
Cuando, hace
algunos años, traspase el umbral de mi instituto, solo en la devastación de aquel
páramo encontré luz en su mirada rebelde y picara, parapetada en aquella larga
figura hirsuta, engalanada de una mueca socarronamente sazonada, como la del
pillastre que espera el momento adecuado para lanzarse al vacío y sembrar
desasosiego.
Desde aquel
primer instante descubrí a un hombre valeroso, integro y elevado de espíritu,
que acompañó mis días, que ofreció su abrazo en los malos momentos, que guardó
nuestros secretos y que disfrutó de la vida tan solo viéndonos crecer felices.
Cuantos tuvimos
la fortuna de caminar a su sombra por los glacis de la vida en esos años fuimos
felices, y nunca encontramos junto a él recodo de soledad alguna.
Y es que mi
viejo profesor era amable, de esos hombres que ahorran toda ironía gratuita, que
aborrecen el desprecio y abandonan con saña a esa suerte de actitudes, propias
de otros de su gremio, que amparados en su poder sobre unos crios, hacen
profesión de soberbia y oficio de abuso.
Fue uno de
esos hombres que escuchaban, porque presuponen que aprender no tiene edad, y
que su vida es un eslabón, acumulando de todos, para transmitir saber y
ciudadanía a quienes sean en el futuro inquilinos de esos bancos, que primero
yo ocupe.
Nunca oí de
su boca algún reproche, nunca una postura altiva que me hiciera recordar cuanto
me faltaba y falta, por aprender. Siempre enseñando y corrigiendo con dulzura,
con firmeza, sin vacilaciones ni concesiones, lo propio en alguien que había
convertido un oficio en una forma de vida. Nunca supimos que era de su vida más
allá de aquellas desnudas paredes de instituto. Nunca descubrimos que manos le
acogían cada tarde, cuando se perdía entre las calles de Torrelavega, nunca
supimos a quien pertenecía, como si quisiera darnos a entender, que solo nos
pertenecía a nosotros.
Años
después nos seguimos viendo. A veces quedábamos con él, cuando saliamos de la
facultad para oírle entre el vaho que se desliza en el aire desde una taza de
café. Y le escuchábamos con la misma ilusión, con los mismos ojos brillantes de
admiración, que en aquellos años en los que sus palabras fueron construyendo
quedamente el cielo que hoy nos cobija.
El último
encuentro, siendo ya mayores, tuve la sensación de que quizá era el último.
Creo que ya no quería vernos, porque ya no quería que le viéramos inclinándose
hacia la decadencia, algo, como él nos había enseñado, aun más duro que la
muerte.
Nunca tuvo
un día de gloria fuera de nuestros corazones. Nunca una palabra de
agradecimiento que no saliera de nuestra admiración sincera. Siempre fue entre
los suyos el rebelde indómito que cabalgaba fuera de las filas impenetrables
que forman los claustros de profesores, y que como falange griega, cargan al
unísono lanza en ristre y escudo embrazado. Y hay actitudes que se pagan. El
favor de sus alumnos, la claridad con que las familias han alabado su labor,
pese a sus extravagancias y heterodoxias, y su eficacia para empujarnos hacia
adelante, curso tras curso, hasta ganar todo a nuestro paso le habían mantenido
a cubierto, hasta que la autoridad descubrió una fisura en sus muros y un
ariete batiente los martilleó incansable hasta acabar con ellos.
Las TIC y
el bilingüismo, los nuevos becerros de oro de la educación española le sitiaron.
Poco más de sesenta y un largo historial de desaires al poder gremial le condenaron
al ostracismo. No podía dar clase en los nuevos grupos bilingües que se abren
paso en las aulas. No usaba power point, se rebelaba contra wifis, blogs y
clases flipadas, no conocía más pizarra digital, que la que mancha de tiza con
sus dedos.
Era un
proscrito, un analfabeto tecnológico, un hombre fuera de su tiempo. Como si el
sentido común y la humanidad tuvieran calendario. Ya no podía dar clase en
bachillerato, tenía el peor horario, le habían reducido a optativas vacuas y
tareas carentes de interés. Pese a ello luchaba por sus nuevos alumnos, en el
destierro de ambos, con la misma fe de siempre.
Lo peor es
que había descubierto el peor secreto que puede descubrir un hombre, ya no era
útil para nadie. Salvo para nosotros.
No es un
ejemplo raro en un país que, como en la antigua Grecia, sacrifica a sus mejores
hijos en disputas intestinas y sangrantes ajustes de cuenta amparados en la
única lucha que nuestra sociedad valora, la del poder. Un país que dilapida su
riqueza humana por el color de su piel, su sexo o su edad.
Hace tiempo
terminó para una vida, la penúltima, mientras se privaba a una nueva generación
de un buen compañero, de un hombre bueno, de un sabio que solo había querido
hacer el bien entre los más jóvenes.
Tras aquel
último encuentro, tan solo envuelto en su clámide, quemó sus bagajes en una
pira improvisada, y guarneció sus cenizas el algún lugar solo conocido por él.
En ese mismo instante enterró en un lugar, aun más secreto de su corazón, todas
sus ilusiones, todas la nuestras.
Querido maestro,
hoy te hemos honrado una vez más, entre flores, bajo la fina lluvia de tu
recuerdo. Descansa en la paz que tu siempre nos diste.
Imagen, el viejo laboratorio de mi colegio, donde comenzaron las charlas de los hablineses
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