En estos
tiempos de alfabetización digital cada vez surgen más voces sobre lo que
algunos expertos llaman la “catarata tecnológica”, una especie de hemorragia de
artilugios y aplicaciones que carecen (o al menos algunos no encontramos) un
sentido global, una aportación práctica y ética al proceso educativo y la
socialización del alumno.
“Muchas
veces nos empeñamos en utilizar una aplicación o dispositivo sin que haya
definida una estrategia por detrás. Pero el uso en sí mismo no aporta ningún
beneficio si no sirve a un propósito determinado”, explicaba hace unos días en
un conocido diario Cristina Arroyo, directora de formación de Factoría
Cultural.
Y es que el
incesante avance en robótica e inteligencia artificial está chocando (al menos
de momento) con un grave obstáculo. Ninguna máquina y ninguna herramienta
digital son capaces de desarrollar empatía, ofrecer respaldo anímico y
responder a las necesidades emocionales de los ciudadanos, los veamos como
personas o como simples consumidores.
Y es en ese
terreno, y no solo en el tecnológico donde la escuela debe centrar sus
esfuerzos, en el realce de los elementos más humanos del individuo, porque los
necesitará para afrontar los retos del mercado laboral y los retos éticos que
la nueva sociedad demanda.
“Las
personas van a seguir siendo insustituibles en muchos trabajos y parcelas. Un
robot no puede emocionarse, imaginar, sentir… Cuestiones como la innovación, el
pensamiento crítico o la capacidad para conectar talento todavía son patrimonio
exclusivo del ser humano. Y todas esas cualidades son críticas para un
desempeño excelente”, expresaba hace un tiempo Fernando Botella, director de
Think&Action.
De hecho,
grandes centros de formación como el Massachusetts Institute of Technology
(MIT) dedica un 25% de las horas lectivas de sus programas a disciplinas como
literatura, idiomas, música o historia, enfatizando así el perfil humanista de
sus trabajadores y, a través de esas áreas de conocimiento, las capacidades de
empatía, comunicación, liderazgo, trabajo en equipo, adaptabilidad, creatividad
o gestión de conflictos.
Aspectos
todos ellos que incluidos en las llamadas “habilidades blandas” (atributos o
características de una persona que le permiten interactuar con otras de manera
efectiva) que permiten dar sentido a los avances tecnológicos venciendo
resistencias y combinando capacidades.
Como nos
demuestran continuamente los escándalos de filtración de datos de las grandes
redes y la venta de perfiles, los famosos algoritmos (esas fórmulas que buscan
dar respuestas impersonales y no condicionadas por la emoción) son creados por
humanos con claras tendencias de discriminación de raza o estamento social solo
y solo pueden ser corregidos por humanos vigilantes del poder de las máquinas.
Es cierto
que las “competencias duras” (las habilidades tecnológicas y la capacidad
lógica de los individuos) son precisas para resolver problemas y seguir dotando
a la humanidad de respuestas, de soluciones y de capacidades innovadoras. Pero
no lo es menos que no debemos desequilibrar la escuela en esa dualidad
indisociable entre humanismo y tecnología, por que esta nunca dará sentido a
nuestro mundo por si sola y aquella nunca desarrollará todo su potencial sin el
apoyo de nuevas herramientas que nos liberen de nuestros límites.
Y ese
equilibrio es el que debe prevalecer en nuestros proyectos. Ese es el alma de
Espiral
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