Después de dos años de investigación, y un velo de olvido, poco se puede añadir sobre aquella noche de los muertos en Madrid que no se haya dicho. Quizá lo mejor sea ahora callar, escuchar al tribunal, y exigir que no haya amnistiados.
En una sociedad donde la inmediatez y la ansiedad por la información son norma de vida, y donde teclear nimiedades es un acto compulsivo que genera bandadas de curiosos, un hecho tan dramático se ha convertido en un vortex peligroso donde la información se demanda impulsada por una mezcla de curiosidad, indignación y profunda tristeza ante esas cuatro vidas incompresiblemente acabadas.
Es comprensible que las empresas que venden información se hayan apresurado a buscar testigos, sacar conclusiones y dar a la sociedad el necesario culpable que calme nuestras ansias y nos tranquilice. Pero ese deseo instintivo de enterrar a la victimas, ejecutar a los culpables y serenar las conciencias colectivas, expiándolas de toda culpa y serenando su ánimo no es buen consejero. Todos queremos justicia, saber la verdad y escarmentar a los responsables. Pero dado que el pasado no tiene remedio y cuatro vidas ya se han perdido, nuestros esfuerzos deberían encaminarse al futuro.
Tras aquella surrealista situación en la que la insufriblemente lenta justicia española nos ofreció juez como el decano de Madrid González Armengol, dando explicaciones de un sumario que aun no existía, a las pocas horas, sosteniendo sus juicios en la experiencia personal de su hija, presente en los hechos, seguimos viendo perplejos como dos años no ha sido suficientes para limpiar la calle de malditos, y la política de indeseables.
En el momento del inicio del juicio también causa perplejidad la actitud de periodistas como Mamen Mendizábal, juzgando y condenando a algunos de los participantes en su programa de tarde, con una indignación y agresividad impropia de una periodista con formación, que solo puede servir para caldear más el ambiente. Todo un acto de responsabilidad pública.
Todo, desde los testimonios de jóvenes presentes en la fiesta (cuyas declaraciones han sido elevadas a la categoría de verdad incontestable), hasta la patética ausencia en televisión y en los tribunales de una administración municipal hierática que sigue sin dar respuestas ni ejemplaridad, han sido una muestra lamentable de falta de rigor, precipitación e irresponsabilidad que han chocado con la serenidad y madurez de una sociedad que, una vez más, no se merece a quien la dirige.
Pero el tema informativo es el menor de los frentes en esta historia. El problema político que subyace en este drama es violentamente lamentable.
La secuencia es simple. Una clase política megalómana y que ha buscado la riqueza fácil se dedica a construir sin ton ni son edificios públicos tan inútiles como caros. Cuando llega la factura se dan cuenta que han construido algo para lo que no hay uso, y cuyo mantenimiento es insoportable para una sociedad que no puede soportar más cargas. ¿Solución?, alquilarlo para cualquier cosa que de dinero, y no solo para las arcas “públicas”. Y alquilarlo, en muchas ocasiones, a un tipo de empresarios de los que obtienen dinero fácil, con amistades importantes de las que hacen pocas preguntas (no de los empresarios de verdad que trabajan 20 horas al día y generan riqueza). La mezcla es explosiva. Edificios concebidos para una actividad totalmente distinta para la que finalmente se usan, trabajadores sin preparación ni experiencia contratados al socaire de leyes permisivas y autoridades que se esmeran en apalear manifestantes y no tanto en proteger riesgos a inocentes. Lo de que un palacio de deportes, preparado para evacuar a 10.000 personas desde la grada y 30 jugadores desde la planta baja, tenga un reparto inverso no merece mucha más explicación. Lo de que se contrate a personal sin material, preparación ni coordinación, por cuatro duros es normal en un país donde el mercado laboral está totalmente precarizado, se puede, sin rubor, usar a cualquiera para cualquier cosa, donde todos podemos hacer de todo y donde para ser algo (por ejemplo coger setas en Cataluña desde esta semana), pagas una tasa y te dan un carné, sin más. Así están la mayoría de los agentes privados de seguridad en el mundo del ocio y de la noche, con un carné, un kit de seguridad de los lunis y ni idea de nada.
Pero lo de que la autoridad enviase 12 agentes para cubrir un perímetro de cientos de metros, que albergará a miles de personas es delictivo. Delictivo y solo explicable desde el punto de vista de que esto es habitual. Es habitual que toda la seguridad se reduzca a trámites administrativos, que los servicios públicos estén bajo mínimos y se ahorre de todo, hasta de sentido común, y es habitual que actos continuos de riesgo colectivo, como los botellones incontrolados sean permitidos por la policía, que los ve, lógicamente, como menos peligrosos que un grupo de 15M.
Hay una última reflexión que cae solo del lado de nosotros, de los jóvenes. Tendremos que meditar algún día porque nos dejamos arrastrar así, a formas de ocio masivas, a actitudes irreflexivas, a consumos que nos evaden, sin más, ni menos.
No es ya una cuestión de racionalidad extrema. En actos tan masivos, en macrofiestas como esta, es casi imposible eliminar el riesgo, aunque no hubiera tanto desaprensivo como el organizador de este.
Pero la cuestión es otra. ¿Por qué nos estamos dejando convertir en carne de cañón, en consumidores compulsivos hasta las seis de la mañana?. ¿Por qué había más gente en el Madrid Arena que unos días antes en torno al Congreso?. ¿Por qué colaboramos y llenamos los bolsillos de quienes engordan sus bolsillos, con nosotros?.
Imagen ElPais
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