Son estudiantes de educación infantil, muchos de ellos viven su primer año escolar, y están sumergidos en la fascinación de descubrir el mundo, este año de la mano de D. Quijote y de su particular Dulcinea, María, su profesora. Son la imagen de la España que, cuatrocientos años después, no quiere olvidar sus raíces, mientras deposita todas sus esperanzas en el futuro, en ellos.
Sus ojos y sus mentes despiertas, los valores que D. Alonso les entrega, son lo que más nos interesa de este aniversario.
Nacho es recio y locuaz, siempre bien pertrechado de hojarasca y pedrería de cantera, a la que se une la presencia de sus fieles Mario y Raúl. Tal es la unión de esta mesnada, que cabe preguntar quién es el señor, y quiénes los fieles alguaciles del hidalgo. En estos días de celebraciones y fastos, la óptica social apunta a quienes por méritos propios y conocidos proyectan su ingenio entre los molinos de D. Quijote, como el premio Cervantes, Sánchez Ferlosio, o hacia la macrocultura global, o hacia las rutas gastronómicas, que andando D. Alonso y su fiel Sancho, abren el conocimiento y el bolsillo de quienes las urden. Pero el Quijote es más y su centenario es una puerta abierta a una nueva generación de españoles que redescubre en este año las andanzas del ingenioso hidalgo, y a través de él nuestra cultura y el amor por la lectura. El colegio de La Paz no es más que un ejemplo de una labor densa y oculta de cientos de colegios de España que trabajan para abrir a sus niños y jóvenes a un mundo nuevo. Por eso nuestra óptica ha apuntado más abajo, exactamente a 80 centímetros del suelo, que es lo que alzan Nacho, Mario y Alejandro, tres hidalgos de tres años. “Es un caballero” -afirman tajantes, cual coro escolástico-, y su corazón es de papel, pero muy grande. Más grande que María”, apuntilla Mario. María es su profesora, aunque a Nacho se le escapa continuamente el nombre de Dulcinea, cuando a ella se refiere. Mientras les entrevistamos, en su presencia, los tres la observan con embeleso. Es una mirada la suya brillante, que acompaña tres pequeñas bocas admiradas, es todavía el reflejo de la fascinación que despierta en ellos su profesora, la llave para conocer el mundo, como lo fue para Sancho D. Alonso.
“Hemos hecho molinos, y María nos ha enseñado a hacer un cuaderno con los dibujos de Sancho, de Rocinante, de Rucio, de D. Quijote y de Dulcinea”. Todo esto atropellados, con el ansia propia de quien ilusionado desea compartir un mundo recién descubierto. “D. Quijote era bueno, porque defendía a todos y le daba igual hacerse daño para salvar a la gente”. Han hecho móviles, cuadernos, lecturas dramatizadas; han presenciado una obra de teatro puesta en escena por sus padres. Mientras nos hablan están en una merienda manchega que el colegio les ha preparado con gran ambientación musical y escénica. Pero su profesora no les ha enseñado sólo la superficie, ha clavado en ellos su espíritu y su valor. “Yo ahora soy pequeño, y no puedo con la espada -dice Nacho-, pero cuando sea más alto me subiré a Rocinante y me iré a meter a los malos en la cárcel, y a correr por el campo y a cuidar de los animales, y a estar siempre contento, y cuando vea a un niño sin padres le subiré a mi caballo y cuidaré de él, y si se meten con algún niño le protegeré”.
Es el aire que nos llega agitado por los libros. Un aire noble que entre las baldosas de nuestras calles en ocasiones queda estancado, pero que por las venas de un niño nunca se detiene. Por que le agitan los libros.
imagen milenio.com
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