Cuarenta y cinco años después de aquello, aun hoy, dos pequeños pueblos mediterráneos siguen pagando los platos rotos de una de los incidentes menos aclarados de la dictadura. La bomba de Palomares. Una bomba de hidrogeno, caída desde un bombardero americano en ruta, sobre una pequeña localidad pesquera, que parece que hoy, se encamina, tras los acuerdos entre España y Estados Unidos hacia una reparación que ha llegado hasta ahora, más bien escasa.
La historia
comenzó en 1966, en plena guerra fría, cuando los bombarderos y submarinos
rusos y americanos, cargados de bombas atómicas patrullaban un mundo que
contenía la respiración, temerosos de que una imprudencia, o incluso una
locura, desatasen el infierno.
En aquellos los presagios eran lúgubres. Ambos
bloques se enfrentaban en Cuba (con la fracasada invasión de Bahía Cochinos por
EE.UU.), la crisis de los misiles, el muro de Berlín que enfrentaba a ambas
Alemanias o
En medio de
esta tensión, España se vio sacudida por un accidente. El lunes 17 de enero de
1966 un superbombardero norteamericano de largo alcance B-52 cargado con bombas
termonucleares colisionaba en vuelo con un avión de su flota gracias al cual
repostaba en vuelo. Eran operaciones rutinarias. Por si estallaba la guerra,
aviones como el surcaban el mundo listos para responder a un ataque. Aunque
nunca esperaron a atacarse ellos mismos.
A las 10.30
la colisión provocó un cielo en llamas,
desprendiéndose las 4 bombas, con una potencia 75 veces superior a las
arrojadas sobre Japón, sobre Palomares y Villaricos, una pobre y remota pedanía
de Cuevas de Almanzora.
Según contaría
años después Larry Messinger, el piloto que tripulaba el B-52, el avión
regresaba de una misión en Turquía, en la frontera con la Unión Soviética , y
se dirigía a su base en Carolina del Norte. Sobrevolaba la costa mediterránea
de España a 10.000
metros de altura. Un error del avión de reportaje (cargado
con 110.000 litros
de combustible) provocó que el bombardero se elevara demasiado golpeando en la
panza al avión que le alimentaba.
El B-52
quedó gravemente averiado, muriendo 3 de sus 7 tripulantes. Los supervivientes
lograron tirarse en paracaídas instantes antes de que explotara. Los restos del
B-52 y las cuatro bombas de hidrógeno caían sobre Almería.
El tren de
aterrizaje del B-52 cayó a unos treinta metros de las casas y de la escuela. De
las cuatro bombas que portaba el B-52 sólo en una se desplegó el paracaídas,
por lo que, al llegar al suelo, no llegó a estallar, lo que sí ocurrió con las
dos que impactaron violentamente. En ambas explotaron los detonadores químicos,
formándose un aerosol que diseminó dióxido de plutonio alrededor.
Pasados los
primeros momentos de incertidumbre, el ejército norteamericano activó un
operativo denominado Broken Arrow (Flecha Rota), preparado para localizar y
descontaminar en caso de incidente nuclear.
Pero
faltaba una bomba. No era solo un tema de seguridad para la población. El ejército
americano temía que los soviéticos, con submarinos cazadores en la zona, se
hicieran con la bomba y descubrieran su funcionamiento, la carpeta de combate
con los códigos de armado, las radios especiales para los protocolos de las
alertas y las cajas negras, para hacerse con valiosos secretos militares.
El ejército
norteamericano llegó a desplegar hasta 1.400 soldados en Palomares, a los que
ubicó en un campo (el campamento Wilson) rebautizado como Villa Jarapa por los
vecinos.
Para
establecer el alcance de la radiación se realizaron miles de mediciones a mano
con un contador de radiaciones al que los habitantes de la zona llamaban
"la plancha". Los servicios sanitarios norteamericanos analizaron a
más de 1.500 civiles y militares para calcular el plutonio inhalado. Además, en
más de 130 hectáreas
se arrancó toda la vegetación, entre la que había numerosas tomateras, que en
gran parte fueron trituradas, quemadas y enterradas en dos fosas. El miedo a la
radiación provocó en los siguientes años graves consecuencias económicas. En
los mercados dejaron de venderse los productos de Palomares y Villaricos aunque
procedieran de cosechas limpias; se perdieron jornales agrícolas, y como la
cuarta bomba se seguía buscando en el mar, también se paralizó la pesca.
Quienes poseían animales se veían en la disyuntiva de alimentarlos careciendo
de alimentos y de dinero, sacrificarlos o malvenderlos. Las dificultades
desembocaron en hambruna y en un conato de rebelión de los pescadores en el
campamento Wilson. Sólo entonces, el mando norteamericano procedió al reparto
de alimentos y a la contratación de vecinos en las labores de recogida de los
restos de los aviones.
Pasaba el
tiempo y la cuarta bomba seguía sin aparecer. Hasta cinco mini submarinos se
utilizaron en su búsqueda. Ochenta días después del accidente era encontrada
gracias al testimonio del marinero Francisco Simó, conocido para la posteridad
como "Paco el de la bomba", porque indicó con gran precisión el lugar
en el que la vio caer. Y todo ello en medio de la desidia del régimen, del
abandono a los vecinos y de la manipulación informativa. Como aquel famoso baño en sus aguas del ministro Fraga Iribarne y el embajador americano.
En España,
la censura actuó a conciencia, y los titulares se limitaban a quitar
importancia al incidente, evitando informar que se trataba de bombas no convencionales,
hecho que la población desconoció en mucho tiempo, mientras los periódicos
americanos reconocían la gravedad del hecho, y los soviéticos hablaban de
crimen contra la humanidad, dando a entender que moriría muchísima gente. Por
el contrario, las reclamaciones de la población fueron tratadas por la prensa
oficial como propias de pícaros y ladrones que querían indemnizaciones
excesivas, transformando a las víctimas en unos indolentes aprovechados.
Hoy, la
memoria histórica, sigue teniendo una deuda con gentes que, como estas,
sufrieron un tormento más silencioso que los fusilados, pero igual de
penitente.
Imagen
público.es, infografia lasombra.blogs. Fuente ElPaís
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