Decía Dominique Geriaf, uno de los estudiosos de Napoleón, que el legendario general francés solía decir que más que ganar una guerra, el problema de un líder era gestionar la paz.
ETA ha declarado el cese definitivo de la lucha armada. Ningún ciudadano de bien creo que no se haya alegrado por una noticia así. Nuestro país se enfrenta a la posibilidad de construir al fin un futuro en paz. Pero según pasan las horas descubrimos que nos enfrentamos solo a eso, a una posibilidad. Y tal como decía el viejo general, una posibilidad que va a exigirnos más esfuerzo y talento que vencer a la propia violencia.
Las palabras de Mariano Rajoy este fin de semana han colocado sobre la mesa varios aspectos ineludibles del problema. No sabemos aun que significa cese de la violencia, pero si sabemos que va a ser necesario tomar decisiones difíciles, en su trascendencia y en su complejidad, para gestionar este nuevo periodo, y que va a ser necesario tener grandeza.
Uno de los aspectos más inextricables de este agitado fin de semana ha sido la escéptica esperanza que han mostrado los españoles. Tampoco era esperable una explosión de alegría callejera, como la que vivió el París de 1945 ante el final de la guerra mundial, pero resulta difícil de asimilar, especialmente para los analistas extranjeros, la relativa frialdad social ante el hecho, y el vértigo, teñido de desconfianza entre los medios.
No ha ayudado nada el que se haya sabido ahora, que la conferencia de paz de San Sebastián fue tan solo una alcuza, una cara pantomima, pues la decisión de ETA había sido tomada por la banda en primavera, confirmada en julio, ante el futuro electoral, y sabida por todos, mucho antes de que los demás nos enterásemos.
Tampoco la actitud de la izquierda nacionalista ayuda. ETA abandona la lucha armada, con las capuchas y el atrezzo de siempre, y Bildu y compañía lo ensalzan y reprochan al gobierno, a continuación, que no actué con celeridad. ¿Actuar?. Nadie sabe donde están las armas de ETA, nadie sabe si toda la banda va a bajarlas, o si nos vamos a encontrar con la segunda parte de la escisión de los polis milis de los ochenta. Nadie sabe si lo que queda de la banda se va a entregar. Nadie sabe que ocurrirá con los exiliados, con los amenazados, con los que sufren la otra violencia. Que no solo se mata con un tiro en la nuca.
Que duda cabe que el paso de este fin de semana ha sido trascendental para construir el futuro. Pero si le preguntáis por su vida a un no independentista de Hernani, Mondragon, Zarautz o Derio, nada es distinto entre este lunes y el anterior. No es solo que al anuncio del final de la lucha deban acompañar pasos evidentes, la entrega de las armas, la petición de perdón, la reparación del daño o la disolución de los comandos... El problema de Euskadi no solo ha sido estos años un problema de ejercicio directo de la violencia contra individuos concretos, colectivos y ámbitos públicos.
Es un problema de convivencia real. Hay tres comunidades, los no nacionalista, los nacionalistas moderados y los independentistas que no conviven en libertad, porque durante los últimos 30 años, los últimos han adoptado una actitud de soberbia e imposición cotidiana, ante la que el estado ha respondido con la acción policial y la exclusión política. Una respuesta legal inevitable, pero que ahonda el problema de la convivencia. ¿El cese de la lucha va a permitir que la gente opine, pasee, camine sin miedo o vaya a una escuela donde no se ensalce la violencia?. De eso no dice nada el comunicado. Sin embargo el discurso de los que han defendido, tolerado o aceptado de forma silente esa actitud violenta no deja lugar a dudas, sigue existiendo un conflicto, "abandonamos la dinámica de las bombas, exigimos negociar con los estados español y francés y queremos el acceso a las instituciones". Una actitud que no facilita la complicidad de la sociedad española y que, aunque sin ETA, impide resolver el “conflicto”, no hay manera de vivir en paz, siempre hundidos en esa violencia cotidiana que nos desgasta. Ante ello, el nuevo gobierno, y las autoridades vascas se enfrentan a retos gigantescos. Restaurar la convivencia en el sistema educativo, erradicando de él la cultura de la violencia, facilitar la convivencia ciudadana, resolver el problema de los presos, garantizar la dignidad y el futuro de las victimas, replantear o no la ley de partidos, rediseñar la política policial contra el terrorismo y administrar justicia. Y antes que eso preparar a la sociedad, a la opinión pública para que acepte soluciones desagradables en algunos de los aspectos anteriores, si se quiere, como dice Rajoy, actuar con perspectiva, construyendo el futuro.
ETA ha declarado el cese definitivo de la lucha armada. Ningún ciudadano de bien creo que no se haya alegrado por una noticia así. Nuestro país se enfrenta a la posibilidad de construir al fin un futuro en paz. Pero según pasan las horas descubrimos que nos enfrentamos solo a eso, a una posibilidad. Y tal como decía el viejo general, una posibilidad que va a exigirnos más esfuerzo y talento que vencer a la propia violencia.
Las palabras de Mariano Rajoy este fin de semana han colocado sobre la mesa varios aspectos ineludibles del problema. No sabemos aun que significa cese de la violencia, pero si sabemos que va a ser necesario tomar decisiones difíciles, en su trascendencia y en su complejidad, para gestionar este nuevo periodo, y que va a ser necesario tener grandeza.
Uno de los aspectos más inextricables de este agitado fin de semana ha sido la escéptica esperanza que han mostrado los españoles. Tampoco era esperable una explosión de alegría callejera, como la que vivió el París de 1945 ante el final de la guerra mundial, pero resulta difícil de asimilar, especialmente para los analistas extranjeros, la relativa frialdad social ante el hecho, y el vértigo, teñido de desconfianza entre los medios.
No ha ayudado nada el que se haya sabido ahora, que la conferencia de paz de San Sebastián fue tan solo una alcuza, una cara pantomima, pues la decisión de ETA había sido tomada por la banda en primavera, confirmada en julio, ante el futuro electoral, y sabida por todos, mucho antes de que los demás nos enterásemos.
Tampoco la actitud de la izquierda nacionalista ayuda. ETA abandona la lucha armada, con las capuchas y el atrezzo de siempre, y Bildu y compañía lo ensalzan y reprochan al gobierno, a continuación, que no actué con celeridad. ¿Actuar?. Nadie sabe donde están las armas de ETA, nadie sabe si toda la banda va a bajarlas, o si nos vamos a encontrar con la segunda parte de la escisión de los polis milis de los ochenta. Nadie sabe si lo que queda de la banda se va a entregar. Nadie sabe que ocurrirá con los exiliados, con los amenazados, con los que sufren la otra violencia. Que no solo se mata con un tiro en la nuca.
Que duda cabe que el paso de este fin de semana ha sido trascendental para construir el futuro. Pero si le preguntáis por su vida a un no independentista de Hernani, Mondragon, Zarautz o Derio, nada es distinto entre este lunes y el anterior. No es solo que al anuncio del final de la lucha deban acompañar pasos evidentes, la entrega de las armas, la petición de perdón, la reparación del daño o la disolución de los comandos... El problema de Euskadi no solo ha sido estos años un problema de ejercicio directo de la violencia contra individuos concretos, colectivos y ámbitos públicos.
Es un problema de convivencia real. Hay tres comunidades, los no nacionalista, los nacionalistas moderados y los independentistas que no conviven en libertad, porque durante los últimos 30 años, los últimos han adoptado una actitud de soberbia e imposición cotidiana, ante la que el estado ha respondido con la acción policial y la exclusión política. Una respuesta legal inevitable, pero que ahonda el problema de la convivencia. ¿El cese de la lucha va a permitir que la gente opine, pasee, camine sin miedo o vaya a una escuela donde no se ensalce la violencia?. De eso no dice nada el comunicado. Sin embargo el discurso de los que han defendido, tolerado o aceptado de forma silente esa actitud violenta no deja lugar a dudas, sigue existiendo un conflicto, "abandonamos la dinámica de las bombas, exigimos negociar con los estados español y francés y queremos el acceso a las instituciones". Una actitud que no facilita la complicidad de la sociedad española y que, aunque sin ETA, impide resolver el “conflicto”, no hay manera de vivir en paz, siempre hundidos en esa violencia cotidiana que nos desgasta. Ante ello, el nuevo gobierno, y las autoridades vascas se enfrentan a retos gigantescos. Restaurar la convivencia en el sistema educativo, erradicando de él la cultura de la violencia, facilitar la convivencia ciudadana, resolver el problema de los presos, garantizar la dignidad y el futuro de las victimas, replantear o no la ley de partidos, rediseñar la política policial contra el terrorismo y administrar justicia. Y antes que eso preparar a la sociedad, a la opinión pública para que acepte soluciones desagradables en algunos de los aspectos anteriores, si se quiere, como dice Rajoy, actuar con perspectiva, construyendo el futuro.
Es indudable que quien ha cometido un delito debe pagar por él y reparar, ¿pero hasta donde?. Es indudable que los presos lo son por méritos propios, pero debemos convivir o vencer?. Es indudable que no debe haber paz para los malvados, ¿pero debemos acorralarles hasta extinguirles, o integrarles, hasta que todos aborrezcan la violencia y encuentren en la paz su descanso?. Ese es el dilema de la paz, mucho más complejo que el de la guerra.
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