Quizá solo hablemos de un enfermo, y en tal caso no merece la pena dedicar más tiempo, ni sacar más conclusiones. Y quizá la actitud de la jueza Ángela Murillo solo sea un episodio de humana e incontenible indignación. Una excepción de la que no se deben extraer más consideraciones. O quizá no.
La actitud de Xabier García Gaztelu, el etarra más sanguinario y depravado que hemos conocido resulta realmente repugnante. En frío, años después, sin mediar razón alguna, sin que alguna vez hubo alguna, que un hombre se ríe y humille a una mujer que relata, aun conmocionada, la atroz muerte de su marido, ardiendo entre las llamas de un coche, ante su desesperada impotencia, de igual forma que había ardido en los años anteriores entre las amenazas y el acoso de cuatro cobardes, queda fuera de toda conducta humana, racional y comprensible. Bernando Lacuza, un comentarista político bonaerense, empapado por tanto de una irracional hostilidad a lo español, y una medida simpatía hacia los “independentistas vascos”, escribía hace unos días sobre el infierno de Gaztelu, como justificación a su escaso arrepentimiento. Según Lacuza, los episodios de violencia a los que nos viene acostumbrando Txapote cada vez que acude a un juzgado, su frialdad, su desprecio por las demás vidas traen causa de su propia vía. Salido de una familia donde los emocional era poco conocido, y aun menos practicado, se enroló en los grupos afines a ETA con 20 años.
Tras romper, quemar, robar e intimidar a su antojo entró en los comandos, siendo autor e impulsor de las mayores barbaries de la banda, y casi siempre en primera persona. Porque Txapote no es de los que solo ponen bombas, es de los que gusta ver la nuca a su victima cuando asesina. Ordóñez, Blanco, Múgica o López de la Calle son algunos de los inocentes caídos por su pistola. Hoy vive en un peregrinar rutinario entre cárceles y juzgados, temido por los suyos propios, alejado de su mujer, también presa por asesina, y separado de sus dos hijos. No hay mucho mimbre para reeducar así, es cierto. Igual hubiera sido mejor encomendarle trabajos sociales, por ejemplo limpiar las lápidas de sus victimas. Claro que es ese caso se hubiese quejado de abuso. Son demasiadas.
Lo más terrible de esta historia, sin embargo, no estuvo dentro. Ni en la sonrisa de hiena de Gaztelu, ni en su desdé, ni en el estremecedor relato de la viuda del asesinado, ni en su estremecedora mirada al acabar la declaración, tan dura, que los terroristas no fueron capaces de soportarla la mirada. Lo peor estuvo fuera.
Hace unos días ETA anunció el final de su lucha armada. Aunque la aparente indiferencia de la sociedad española, más preocupada por problemas económicos más perentorios, indique lo contrario, estamos ante un hecho trascendental de nuestra historia, pero que por si solo no es nada, no significa nada. Tras la declaración debe venir un aluvión de acciones, como entrega de las armas, un ajuste legislativo a la nueva situación, la puesta a disposición judicial de los terroristas, la eliminación de sus infraestructuras o el cierre de sus fuentes de financiación. Pero al tiempo, y es más importante, un profundo cambio de actitud de la sociedad vasca, y muy especialmente, de los que han hecho de la violencia (física o no), un medio de vida y una justificación de sus comportamientos. Un escandaloso silencio, entre los medios de comunicación y los foros radicales, cuando no una velada simpatía ha acompañado a los desaires del preso. Las victimas no perdonan, los asesinos no se arrepienten, y sus apoyos civiles crecen, como la caída de los nacionalistas moderados del PNV y el crecimiento de Amaiur atestiguan. Actitudes que, junto a la forma sectaria de actuación de las instituciones en manos de Bildu atestiguan, aventuran poco recorrido, al menos de momento, a la necesaria reconciliación.
En medio de ese panorama, las instituciones se revelan como una pieza fundamental en el nuevo encaje de la sociedad vasca. Su neutralidad, su proactividad y su capacidad integradora será fundamental durante los próximos años. Actitudes parciales o pasionales, en nada van a ayudarnos. Todos podemos entender, ante escenas como la que nos hemos visto obligados a vivir, que una juez, como Ángela Murillo, de rienda suelta a sus sentimientos. Pero su falta de control, su tendencia al exceso verbal, confundido a veces con autoridad, nos puede salir muy caro. En su día el juez Bermudez nos demostró, en sus actuaciones contra el islamismo y en la trama del 11m, que la mesura es un capital esencial para la justicia, en jueces como él escaso. En el caso de Murillo, su vehemencia ya nos ha costado repetir dos juicios, y en el primero Otegui consiguió salir absuelto en la repetición.
No hay comentarios:
Publicar un comentario