Una foto
perdida recuerda a quienes murieron hace ocho décadas, por nada y para nada,
sin que su memoria haya sido posible recordarla, pues sus restos moran todavía,
en alguna cuneta perdida de nuestro país.
Era el 13
de abril de 1936, un día nublado en el cielo y turbio en la España de la época. El
presidente de la República ,
Niceto Alcalá Zamora había disuelto las cortes, pese a la resistencia de la
derecha de la CEDA ,
y en las elecciones de febrero el Frente Popular se había hecho con el poder en
el país. En los pocos meses transcurridos la inestabilidad había crecido, los
enfrentamientos entre falangistas, comunistas y anarquistas eran continuos y
las sospechas de que miembros del ejército planeaban una acción de fuerza iban
en aumento.
Pero todo
eso poco importaba en Ganzo, un pequeño pueblo de Cantabria, cercano a
Torrelavega. Joaquín y Maria Carmen celebraban sus bodas de plata junto a su
familia. Habían renovado sus votos en la iglesia de San Martín, tras lo que un
pequeño aperitivo les esperaba en casa. María Carmen, no podía ocultar en su
rostro la felicidad del día, pese a que su madre había muerto hacia unos meses,
por lo que aun llevaba luto. Su hijo mayor, Joaquín estaba en Madrid, haciendo
el servicio militar, pero pronto regresaría a casa y el pequeño, ya un mozo,
trabajaba una tierra de D. Álvaro Ruiz-Conde, un comerciante de la ciudad que
poseía la mayoría de las fincas de labranza de Ganzo. Las dos familias estaban
unidas por este vínculo desde hacia años. Joaquín era un buen trabajador, un
hombre católico, prudente y pagador puntual por los once carros de tierra
arrendados. Pese a ello D. Álvaro, falangista destacado en Torrelavega,
desconfiaba cada vez más de aquel hombre que araba sus tierras y al que los
vecinos llamaban “el maestro”, porque en sus ratos libres enseñaba a leer y escribir
a obreros como los de la Ferretera
y otras fábricas, en la Casa
del Pueblo. Pero poco importaba aquello ese día, en él, Joaquín, un labriego
educado, se había puesto su único traje y colocado un clavel en su solapa,
orgulloso de aquellos años junto a Maria Carmen.
Tres meses
después de aquella foto todo cambió. La radio ardía con noticias confusas sobre
la sublevación de algunas unidades militares y el intento del ejército africano
de cruzar el Estrecho y apoyar a los rebeldes.
En los días
siguientes las cosas no pararon de empeorar. Joaquín hijo seguía en Madrid y
había sido destinado al frente sur de la capital, con apenas tiempo de casarse
con su novia y despedirse de ella y del hijo que llevaba dentro.
En
Torrelavega, con apenas 18 años Ernesto el hijo pequeño había sido movilizado y
se dirigía con una columna de milicianos a Navarra a enfrentarse a los rebeldes
de Mola. En la ciudad, se había organizado una milicia socialista para mantener
el orden, ante la “traición” de los guardias a la República y, aunque Joaquín
se resistía a contribuir a ese clima de violencia que crecía por momentos, no
tuvo más remedio que integrarse y ponerse la pañoleta roja, como muchos
ciudadanos españoles estaban haciendo por todo el país, solo por estar en el
lugar inadecuado.
Durante los
primeros meses la guerra se mantuvo alejada. D. Álvaro, como otros derechistas
destacados de Torrelavega fue encarcelado y su comercio de telas convertido en
improvisado arsenal. En Ganzo, y pese a los esfuerzos de Joaquín en las
asambleas, las tierras pasaron a los renteros, espoleados por los comisarios
políticos.
Pero desde
enero del 37 la situación cambio. El posicionamiento de Castilla y Galicia a
favor de Franco había dejado aislado el corredor cantábrico, que solo podía
comunicarse con el resto de la
República por un mar peligroso o por Francia a través de la
frontera de Irún.
En
primavera Joaquín y Maria Carmen recibieron la noticia de que su hijo mayor
había caído en el frente de Guadalajara ante las tropas italianas, mientras que
el pequeño combatía en Vizcaya, apoyando a lo que quedaba del ejercito vasco o Euzko
Gudarostea, ahora integrado en el XIV cuerpo de ejército republicano.
La cercanía
de la guerra y el nerviosismo por la crítica situación hizo que las milicias se
volvieran más violentas, ante el miedo a que destacados miembros de la falange
y los grupos de derecha crearan una quinta columna.
Al
anochecer del 30 de junio de 1937, un grupo de milicianos se presentó en la
casa de D. Álvaro para tomar preso a su hijo mayor, miembro de las juventudes
de falange y con los 18 ya cumplidos, al que se acusaba, junto a otros jóvenes
de familias destacadas de la ciudad, de conspiración contra la República.
Aquella
noche, Álvaro, el hijo de comerciante, la pasó en la cárcel, junto a otros
jóvenes. Al alba le transportaron hasta los montes de Dualez, en la linde con
Santillana, donde un pelotón, en el que se encontraba Joaquín les esperaba.
Ambos cruzaron su mirada, aterrada la del muchacho y llena de tristeza la del
“maestro”.
Los once
jóvenes fueron colocados junto a la cuneta, mirando a la carretera y el pelotón
disparó, aunque Joaquín lo hizo a las bardas. “Joaquín, remata el trabajo si
alguno aun respira” se oyó decir al jefe de los milicianos. Aun temblando y con
el miedo de ser él el siguiente, Joaquín desenfundó su pistola, mientras
escuchaba alejarse las pisadas de los milicianos, todos estaban muertos, menos
Álvaro. El joven tenía un ojo destrozado y parte de la cara, pero respiraba. Le
cortó las cuerdas que ataban sus manos y disparo al suelo, dos veces, para que lo
oyeran bien sus compañeros, tapado por los matorrales donde habían caído los
falangistas. Y luego se fue, sin que Álvaro supiese nunca que aquel labriego le
había salvado la vida.
Alguien del
bando rebelde debió pasar por allí, pues tras aquella noche, solo quedaron para
las alimañas diez cuerpos.
En agosto,
las tropas del general Dávila y los flechas negras italianos ya habían llegado
al Besaya y copado Santander. Los vascos se habían rendido con condiciones en
Guriezo y el general republicano Mariano Gamir Ulibarri, dando por perdida la
campaña, reagrupaba sus tropas hacia Asturias.
El 24 de
agosto Torrelavega había caído en manos de los sublevados y se habrían las
cárceles para que las ocuparan otros. En la planta baja del ayuntamiento se
había creado un improvisado puesto de mando, en el que los falangistas
intentaban coordinarse con las tropas de Dávila y con los italianos, que a
estas alturas hacían la guerra por su cuenta, saqueando Cabuerniga y
Mazcuerras. Pero lo militar no era su única ocupación. Listas, había que hacer
listas, y rápido. Militantes de izquierdas, colaboracionistas, militares no
adictos a la sublevación, y milicianos. La cuestión no era para ellos ganar,
sino erradicar esa “mala hierba roja”
Entre los
falangistas que febrilmente escribían los listados estaba Álvaro Ruiz-Conde
hijo, que tras ser salvado por Joaquín había permanecido en el monte esos
meses. Estaba vivo, aunque había perdido el ojo izquierdo, tapado por un trozo
de cuero que esgrimía a modo de galones de guerra. Aquella noche Álvaro la pasó
en vela escribiendo. Al final de aquella lista de condenados aparecía bien
claro un nombre: Joaquín Sanemeterio.
Al día siguiente
Joaquín fue detenido y Maria Carmen echada de su casa, dándose por finiquitado
el arriendo. Tras un breve juicio Joaquín fue llevado junto a otros presos
hasta los montes de Dualez, en la linde con Santillana, y en la misma cuneta
donde él tuvo piedad, él de nadie la recibió.
Acusada de ser
esposa de un rojo fue encerrada en el penal de Ávila hasta 1946. Cuando salió
tuvo que enfrentarse de nuevo a la realidad de aquellos años. Su hijo pequeño
había sido hecho prisionero en el Ebro, juzgado por rebelión y ajusticiado, en
algún lugar incierto.
Durante
aquellos años de odio recibió en el penal la visita de su nuera, viuda y con un
hijo que, acabada la guerra, había buscado a la familia de su marido. En aquel
penal, Maria Carmen entregó a Elvira lo más preciado que la quedaba. No tenía
casa, ni bienes, ni siquiera un lugar a donde ir a llorar a su marido y sus
hijos, tan solo una foto de aquel nublado día de 1936.
Volvió a
Ganzo con la obsesión de encontrar la tumba de su marido, lo cual nunca ocurrió,
al igual que nunca vio la de sus hijos. Maria Carmen moriría, sola y sin culpa
alguna que expiar en la residencia de Carrejo en 1958. Hoy, su nieto, Joaquín
Sanemeterio sigue atesorando está foto, mientras busca, junto a otros
españoles, donde puede rezar a sus muertos.
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