domingo, 18 de septiembre de 2011

El robo sanitario




Tengo un amigo que se llama Julián. Moreno bruñido, con la piel tensa y lacerada por el sol de Liencres, el pelo enrarecido por la sal del aire y los labios entrecortados por el sol de los arenales. Es de ingenieros, es de las olas, es de los míos. Nos conocimos en Los Locos, con apenas siete, y hemos compartido durante estos años, tablas, escuchos, lagrimas, pellizcos y lienzos de alegría, como leales hermanos. Solo ve por los ojos de Sonia, mi fiel amiga de instituto, y ahora aguerrida compañera en la sisitia de Valdecilla en la que nos formamos, cual efebas espartanas.

Hace un año dejó de dormir. Traspapeló el sueño, en esa vorágine de noches de estudio, proyectos, dibujos y alguna fiesta. Pero cuando la vida volvió a su cauce y el verano nos salpicó la piel, el sueño no volvió. Tras acudir a consulta, la rutina se hizo carne. “Zolpidem 10mg”, le dijo su médica de familia, sin apenas mover los ojos del ordenador, que todo debe quedar bien anotado y la burocracia debe ser alimentada. En agosto ha vuelto. Solo duerme con pastillas, algo, unas cinco horas, hasta que el duermevela le atrapa. Sufre fuertes presiones en la cabeza, temblores esporádicos en las dos manos, perdidas de memoria y ansiedad, una opresiva ansiedad, al tiempo que sus dieciocho años han quedado atrapados en una profunda tristeza, pergeñada de un aire de permanente apatía, de una mirada lejana, de un corazón a medio gas.
Su médica esta vez le ha mirado, y al decir de Sonia, con preocupación. En estos tiempos de tribulación, en que todo se hace deprisa y las exigencias son muchas, cualquiera puede estar deprimido, y un bajón queda al alcance de las mentes más fuertes y de los corazones más queridos. Pero ocurre algo más. Y él lo sabe. “Se que me estoy alejando de todo, y que me deslizo hacia una cárcel, pero no puedo controlar mis emociones, y cada vez me siento más abajo, más oscuro, más en el infierno”, me contaba el martes, acurrucado en la arena de Somo, como un lobo herido, como un niño asustado. Su médica intuye que hay aquí algo más que un brote de melancolía, o un toque de cansancio adolescente. Tras unas sencillas pruebas, la segunda visita, la de agosto, acabo despachándole al especialista, tras un lacónico, “En esa cabeza tuya, hay algo más que tristeza, tiene que verte un neurólogo urgentemente”. ¿Urgentemente?, el 17 de noviembre. Tres meses de espera para que el neurólogo hable con él, le haga una exploración preliminar y le de salida a un listado angustioso de pruebas, porque, lo ve cualquier iniciado, Julián y sus dieciocho años, tienen algo, y no es bueno.

Pero las cosas no pueden ir más deprisa. No hay dinero, no hay medios suficientes y las consultas de especialidad están saturadas. Esta tarde hablaba con él por teléfono. No quería preocupar a Sonia, porque no sabia donde y cuando había quedado con ella, y necesitaba de mi complicidad para enmascarar esa lenta caída al infierno que él ve en primera fila. Y mientras le escuchaba, miraba de soslayo las páginas centrales del País, donde, a doble página, se analizaba como, anticipando en Grecia nuestro futuro, una de las grandes multinacionales farmacéuticas, Roche, ha elevado sobre España el tajo de verdugo de la falta de aprovisionamiento. Cinco mil millones deben los hospitales públicos, solo a esa multinacional. En cuarto lugar de la lista de la vergüenza, Cantabria, donde, según el diario madrileño, nuestra administración paga a las farmacéuticas con un año, ocho meses y catorce días de retraso. En la lista, y entre los cinco peores pagadoras, curiosamente, tres comunidades del PP, de las de toda la vida, Castilla León, Murcia y Valencia. Un síntoma de la sinceridad y buena voluntad de los que critican a eso que, absurdamente, llamamos gobierno.

Y ahí está el destino de Julián. El diagnóstico, el tratamiento y la atención que precisa quedan cuestionados por una administración mal administrada, que incapaz de asumir sus rutinas, no se sabe que va a poder hacer ante algo tan extraordinario.
Al final, el sistema hasta funcionará, pero solo por la entrega y el decoro de profesionales impecables, que dedican su vida a hacer su trabajo, y tapar las miserias de quienes, sin bata blanca, verde o azul, dedican su vida a poner en riesgo las de los demás.
Una vez, no hace tanto, atravesé con dificultades los pasillos de cierta consejeria, presas de una jungla de cajas, repletas de trípticos, libros de encargo, regalos envueltos para invitados y compromisos y otros objetos inservibles, caramente encargados para el merchandising de la administración regional. Ello, unos días después de que un empresario regional refiriera escandalizado como un alto cargo gubernamental había encargado, de cara a las elecciones autonómicas de mayo pasado, tres veces más de las papeletas y sobre necesarios para los comicios, ante la incredulidad de algunos proveedores y la satisfacción del empleado público, que ya echaba cuentas de lo que le tocaría, como entre tantos otros trapicheos cotidianos que nuestros servidores públicos han consumado, y nosotros, con nuestra desidia, hemos permitido.
Pues entre esas cajas y esos sobres esta ahora la vida de Julián. Y las de muchos otros cántabros, presa de quienes creiamos que eran ladrones, y quizá solo eran asesinos.

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