Estos días
anuales que los humanos nos montamos para justificar conciencias (el día
mundial del escarabajo verde, el día de la tolerancia, el del ahí te pudras o,
más cerca, el del SIDA) tienen, a veces, sus cosas buenas. Te reportan un golpe
inmisericorde que te saca del nirvana en que nos adormecen, y te sacuden el
polvo que te tapa los ojos. Me ha venido a la mente estos días una
estremecedora obra de varios artistas de los de verdad, “en el mundo a cada
rato”. Cinco historias sobre el SIDA, con la infancia de por medio, que
Patricia Ferrera, Pere Joan Ventura, Chus Gutiérrez, Javier Corchera y Javier
Fesser rodaron en 2002 para UNICEF, en un intento desesperado de mostrar al
mundo las consecuencias de una plaga que, mejor será, no escarbar como hemos producido.
Para mí, la
más demoledora resulto ser la primera entrega. La historia de Ravi, envuelta en
el titulo de “El secreto mejor guardado”, mostraba a un adolescente indio,
huérfano y a cargo de su abuela, que se afana en ahorrar para comprarse el
uniforme de su escuela, y así dejar de ser distinto, al tiempo que su abuela
descubre que tiene SIDA, y que le vera morir en su regazo, pues el precio de
las medicinas no esta a su alcance. Uno de esos relatos que te dejan seca, de
tanto exprimirte los ojos en doce intensos minutos. Claro que mejor eso que
quedarte ciego viendo el océano de pintura que en su día creo Barceló para
Naciones Unidas. Un ejemplo más de los criterios que a veces rigen el uso del
dinero en organizaciones dedicadas a luchar contra, por ejemplo, el SIDA.
El mensaje
en el fondo era sencillo. La enfermedad siega miles de vidas en el tercer
mundo. Cuando sus padres enferman y mueren, la siguiente generación, sus hijos,
sufren con intensidad las consecuencias sociales y psicológicas, la miseria
provocada por la caída de la renta familiar, abandonan el colegio colgando así
su futuro, a veces pierden el derecho de herencia dentro del clan, caen en la
desnutrición, la marginalidad, el aislamiento, el miedo, la enfermedad y la
muerte.
Corría el
mismo año 2002, cuando a la sensibilidad y la militancia de Patricia Ferreira y
sus compañeros se añadía un destacado impulso internacional, el Consenso de
Monterrey. Una iniciativa de Naciones Unidas que pretendía impulsar estudios y
acciones de sus miembros en seis grandes campos que ayudarían a erradicar,
entre otras maldades, el SIDA. El objetivo era movilizar recursos financieros
nacionales para el desarrollo, recursos internacionales para igual fin,
modificar los parámetros en que mueve el comercio internacional para así
promover el desarrollo, aumentar la cooperación financiera y técnica
internacional para el desarrollo, dar una solución razonablemente humana al
problema de la deuda externa y tratar cuestiones estructurales que evitan la
construcción de los estados afectado, tales como fomento de la coherencia y
cohesión de los sistemas monetarios, financieros y comerciales internacionales
en apoyo del desarrollo, la potenciación de los elementos estatales de cohesión
y desarrollo social y educativo y el fomento garante de los movimientos
civiles.
Sin ser
preciso llegar a conclusiones sobre el impacto que sobre esa utopía tiene la
actual situación de crisis financiera y económica internacional, de bien poco,
podemos concluir, han servido estos seis años, apenas llegando a caminar unos
pasos en tan encomiable ruta.
Y es que
poco o nada hemos hecho desde este lado de la vida para cerciorarnos, y actuar
en consecuencia, de la cruel dependencia entre pobreza y enfermedad. Hasta el
punto de que Europa, y otras tantas zonas desarrolladas dedican más esfuerzo
financiero y de medios, en provocar en su población una toma de conciencia ante
estos temas, que en prevenir conductas de riesgo en los países masacrados por
la enfermedad.
Pese a
ello, las palabras, la retórica y las promesas sobrevuelan a cada instante
nuestras vidas, ya sea como alianza de civilizaciones, objetivos del milenio o
programas de cooperación. Lanzados al mundo en medio de una costosa,
despilfarradora e inmoral pléyada de elementos publicitarios, tras los cuales
no hay nada. Así, no es ya delictivo que dediquemos dinero español para el
desarrollo en hacer una cúpula en la sede de Naciones Unidas, en lugar de
vacunar, prevenir o alimentar. Es que bajo la cúpula no hay casi nada. El
delito es tanto robar a quien padece miseria, como engañarnos tocante a lo que
hacemos ante ella.
Y no
exagero. De hecho, en los años transcurridos desde Monterrey, la financiación
de los programas de desarrollo, atención al SIDA incluido, han sufrido una
progresiva privatización, tanto en lo tocante a préstamos e inversiones de
cartera, como a las inversiones directas, las dos principales vías de
asistencia al desarrollo. Hasta el punto de que hoy, seis años después, las
inversiones por ese concepto, de origen estatal son solo un 10% de las que se
realizaban en 2002.
A ello se
une el hecho de que la crisis actual, originada aquí, no allí, y la
inestabilidad de los mercados alimentarios y de materias primas afecta muy
negativamente a la generación de recursos propios por parte de esos estados.
Sin
embargo, y pese a ello, antes y después de la cúpula de Barceló, nadie se ha
planteado, en el marco de la refundación del sistema financiero internacional,
contar como premisas con estas evidencias. Nadie ha puesto sobre la mesa,
incluso como un elemento impulsor de la riqueza mundial, la necesidad de
invertir contra la pérdida de los recursos naturales, la modificación de las
pautas climáticas del planeta, la sangría que produce en sus países de origen
los flujos migratorios incontrolados o la desestructuración social y económica
que producen la falta de entidad de los estados de esas zonas. Como tampoco
Europa y el llamado norte acaban de tomar conciencia de que no hablamos de
desarrollo como una forma de caridad ni de solidaridad abstracta, sino como una
condición indispensable del crecimiento y estabilidad del mundo rico, en un
mundo marcado por la globalización.
Tan solo si
nos alejamos de nuestra actitud timorata y huidiza solo cimentada en gestos
podremos iniciar el fin de estos problemas. La población de occidente debe
tomar conciencia, y sus gobiernos a la cabeza, de que deberemos afrontar
sacrificios, de renunciar a muchos de nuestros lujos y comodidades actuales, de
sacrificar parte de nuestro lujo creciente, para construir un futuro más
positivo y duradero. Solo así generaremos los recursos necesarios para afrontar
un gigantesco plan de rescate de la humanidad olvidada, que genere, mediante
inversiones masivas, grandes dinámicas de desarrollo permanente. Dinámicas no
solo económicas, sino educativas y sociales, que afronten en todo el planeta
los grandes retos aun aparcados, como el desarrollo de las infraestructuras de
transportes, medioambiente, sanitarias o educativas, la promoción e igualación
social de mujeres y niños, la lucha total contra las enfermedades endémicas o
la ordenación de los flujos migratorios, evitando convertir el derecho a la
libertad de movimientos en una obligación, evitando convertir la globalidad en
un juego de muerte y favoreciendo las transferencias financieras de los
emigrantes.
Nada es
fácil, y esto no lo será. Deberemos luchar contra la resistencia egoísta de
gobiernos y poblaciones a afrontar sacrificios presentes. Deberemos acabar, y
podemos, con la corrupción generalizada en los gobiernos destinados,
irónicamente, a la protección en esos terrenos de los ciudadanos y el
desarrollo de esas políticas sobre el terreno. Deberemos poner freno a la
evasión y el fraude fiscal masivos que practican las multinacionales que ahora
rescatamos de sus excesos con el fruto de nuestro trabajo diario y honrado,
lleno de privaciones. Deberemos olvidarnos de abandonar la cooperación en manos
de ONG y manos privadas para realizar ingentes esfuerzos públicos de inversión.
Esfuerzos para los que nos hemos comprometido, y en los que tan solo cinco
países de de la OCDE
están hasta ahora comprometidos, y eso que solo deberíamos destinar el 0,7% del
PIB nacional.
Deberemos
afrontar el inmenso desafío medioambiental que se abre ante nosotros, asumiendo
nuevos sacrificios en el uso de la energía y la tecnología. Deberemos recordar
a cada instante la memoria de millones de seres humanos que morirán en este
camino. Deberemos entrar en combate, implicarnos, renunciar y asumir
sacrificios. Deberemos actuar a cada instante y dejar de conformarnos con tan
solo oír palabras, a cada instante.
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