Zenón, el
compañero eléata de Jenófanes y Parménides, solía afirmar, en sus argumentos
contra el relativismo heracliano, que en la raíz de la sabiduría se encontraba
un problema de cognoscibilidad.
El
politeísmo clásico estaba fundamentado en una percepción distorsionada de los
reflejos del ser humano, por individuos muy dependientes aun de sus atavismos
y ataduras consuetudinarias, rémoras de una sociedad en exceso dependiente del
medio natural.
Siglos
después, un ser humano imbuido de una dotación racional y tecnológica muy
superior, deberíamos concluir que se encontraría en disposición de desarrollar
unas cualidades sapienciales, lindantes con lo divino.
Somos
conocedores de casi todos los más intrincados recodos del conocimiento,
poseemos los recursos necesarios para desarrollar ilimitadamente nuestras
capacidades de crecimiento moral, creamos y damos vida a capricho. Pero no. No
somos sabios.
Porque
recuperando a Zenón, no somos prudentes, no somos respetuosos, no somos
agradecidos con quien nos tiende desinteresadamente una mano abierta, no somos
capaces de permanecer atentos, abiertos y ansiosos ante todo lo que la vida y
los demás nos dan. La cultura de la palabra que nos legaron nuestros padres
griegos ha dado paso a una seudo cultura de la imagen, donde la conjetura se
sobrepone a la razón.
“Solo os
pido Alsir que confiéis en mi saber para sanaros”, contaba Merlín al moro
Alsir, en la novela homónima de Álvaro Cunqueiro, mientras de espaldas a la
puerta que cruzaría Alsir huido hacia la muerte, al abandonar la estancia,
Merlín mezclaba los mil pedazos de su pócima en su mortero de piedra.
No mato a
Alsir la enfermedad, sino la desconfianza. Pero la libertad tiene esas
servidumbres, y también las tiene la ignorancia. Contaba hace unos días Javier
Cercas, que la precipitación y la entrega a las apariencias le había llevado a
cometer un serio error filológico en un artículo sobre el Quijote. Uno emanado
de no conocer detalles mínimos pero existentes y ocultos sobre los entresijos
de la edición de la segunda parte del Quijote. Detalles ajenos a la mayoría,
pero no a su madre, como cuenta Javier, que explican el famoso hecho de la
desaparición del asno de Sancho. Nada nos aportaría que yo repitiera aquí el
hecho, por lo que a ese magnifico escritor os remito.
Emitimos
“juicios”, por ponerles un nombre coloquial, amparados en sombras y
apariencias, sin percatarnos del dolor que infligimos a los que nos rodean, a
los que nos quieren o a aquellos que de forma casual se entrecruzan en nuestro
camino.
El daño gratuito,
el error cometido a sabiendas, el tiempo perdido, la fama y la honra rota. La
ruin ingratitud a quien nos ayuda y nos muestra su afecto. La ignorancia, la
falta de prudencia, la incapacidad, la violencia contra sus vástagos, el
lacerante desgarro de la ilusión de una vida, la ausencia de piedad.
Todo eso
hacemos cada día con nuestros semejantes, como hicisteis conmigo. Actos todos, sin
perdón.
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