No he
sabido contener el llanto ante el intenso, profundo y doloroso discurso de la
periodista congoleña Caddy Adzuba en la entrega de los Premios Príncipe de
Asturias. Un dramático alegato contra los crímenes sistemáticos que sufren las
mujeres en medio mundo. Pero no ha pasado nada. La vida ha seguido. Un latigazo
seco en forma de palabras y volvemos a lo cotidiano, Bankia, el
Madrid-Barcelona o los amores de isabelita.
Y es que el
drama es una mercancía esencial en el mundo en que vivimos, y lo es porque
contiene un irrechazable atractivo para todos nosotros. Quizá nos gusta porque
en el fondo no somos más que los animales de la cúspide del sistema, pero
animales al fin.
Con ese
morbo que envuelve todo lo humano, nos recuerda lo incontrolable de nuestras
vidas, y los retos que el mundo nos presenta, como un salvavidas que nos aleja
de la rutina y el tedio. Crímenes, desastres naturales, secuestros,
desapariciones misteriosas o tragedias sin cuento, nos hacen temblar mientras
retuercen nuestro corazón y nuestras tripas, en una buscada descarga de
adrenalina, del mismo tipo que la que pagamos en un parque temático. Es una
sacudida en la que buscamos ansiosamente recordarnos que estamos vivos, que no
somos parte de una maquinaria prefijada, si no sujetos al albur de no sabemos
qué destino incierto que, quizá, quien sabe, nos aleje a nosotros del drama y
nos acerque a la gloria al colocarnos ante los focos y la mirada de todos, aun
cuando, es lo más probable, solo nos convertirá en espectadores de la trágica,
y a veces envidiada, vistosa y contemplada tragedia de otro. Para muchos es un
juego que nos asoma a lo más oscuro de la condición humana, nos abre la
compuerta de lo censurado por un instante, y entre las tinieblas de agresiones
sexuales, venganzas o robos, enciende la luz del alma amable de la humanidad,
centelleada en solidaridad, entrega o generosidad.
Decía el
psicoanalista Samuel Lepastier que esos grandes dramas que los medios nos
acercan cada día a la hora del noticiario son hoy un acto imprescindible para
contrapesar las miserias de sociedades humanas, en las que se han diluido las
relaciones interpersonales hasta límites alarmantes. La muerte provocada por un
volcán, el asesinato vil de una niña, o el abuso sobre decenas de familias
humildes de un capitalista sin escrúpulos son útiles para unir a los grupos
humanos frente a un enemigo humano y común. Son actos concertados en los que el
hombre alivia su sentimiento de fragilidad y vulnerabilidad al sentirse parte
de un todo unido por un sentir común. Son experiencias emocionales compartidas
que, incluso, llegan a ser revulsivos para cambios importantes del orden de las
cosas, en el nivel emocional, en el de los comportamientos o incluso en el de
las leyes.
Claro que
el instinto tira, y no siempre la propensión a admirar el drama es tan loable.
Escribía, no hace mucho, Jean-Pierre Winter, que en el fondo, esa pasión por
presenciar el crimen, tan visible en los remolinos de gente que sobrevuelan un
suceso en cualquiera de nuestras calles, tiene una explicación, generalmente
más inquietante. Y es que a fin de cuentas, nuestra irrefrenable tendencia a la
vida colectiva, impone ciertos peajes. Uno de ellos, la renuncia impuesta a
pasiones como violar, matar o plasmar la ambición o la venganza en un acto
infame. Pues bien, que mejor que saciar ese instinto reprimido en la vida de
otro. Mucho menos arriesgado, qué duda cabe. Y es que no podemos negarlo, en la
edificación de nuestra personalidad, en la de cada uno de nosotros hay una
dolorosa renuncia a las pulsiones que nos vinculan al reino animal del que, no
se olvide, procedemos. De ahí nuestra pasión por conocer y degustar lo
prohibido o matar o destruir, aunque solo sea en un videojuego. Bien es cierto
que hemos construido, durante generaciones, y con mucho mimo, auténticos diques
emocionales, morales y sociales contra esas tendencias destructivas para el
tejido social. Diques llamados educación, cultura o valores ciudadanos. En el
fondo mentiras que pocos creen, y que, cuando se conculcan, vivimos con gozo en
los actos que los más osados, inconscientes o valerosos se atreven a ejecutar,
desafiando el corral de normas que hemos tejido con suma paciencia. Y, aun más,
nos satisface el drama, más allá de su contemplación como un alter ego, por
aliviarnos ante la constatación de que nosotros hemos dominado esa bestia que
nos habita, y que otros, más débiles, claro, no han podido domesticar. Esa
famosa frase de “yo no soy así”.
Nos fascina
que otros humanos, semejantes y próximos conviertan en tangible , en un acto
furtivo e inesperado todos nuestros fantasmas escondidos, a la vez que, como
suele recordar Serge Garde, nos acercan a una necesaria reflexión sobre nuestra
fragilidad y sobre el limite a nuestra ambición y nuestra soberbia tecnológica,
un límite llamado muerte. Una realidad negada u ocultada por la sociedad
actual, y sin embargo fija en nosotros, como el foco lucernario de un teatro.
Una realidad de la que no nos aleja ni el favor popular ni el dinero, y que nos
tranquiliza cuando ataca a los tocados por la fama, al darnos el alivio de que,
al menos, la desgracia es democrática.
Sin embargo
hay algo más inquietante que el hecho mismo de nuestra admiración por el drama
ajeno y es nuestro comportamiento discriminatorio ante la naturaleza de este.
Pocos se atreven a manifestar en público otra cosa que no sea repulsión ante el
crimen más antinatural y abominable de todos, siento todos de igual catadura,
el que se ejerce contra una mujer, pues ataca el origen mismo de la vida. Y
hasta en eso el mundo moderno ha cambiado su sino. Y es que Cain mató a Abel, y
bien caro que le costó, pero ¿acaso alguien hubiese osado asesinar a Eva?. Hoy
si.
Más allá de
contra quien se ejerce la violencia y de quien sufre el drama, hay algo que me
perturba más, y es la mirada del espectador. Hay dramas que entendemos parte
del guion, asumibles, rutinarios y necesarios casi, por emanar de un mundo
ficticio, pues solo existe en el mundo de los haces catódicos de la televisión.
Así, ver morir por decenas a niños, soldados o campesinos de cualquier lugar de
Asia o África nos fascina, nos atrae o nos conmueve, pero solo durante un
instante, al fin y al cabo, mañana habrá más, no es tan excepcional, sino un
rasgo más de esas vidas, condenadas, como las de los gladiadores de un circo, a
entretenernos con sus desdichas. Pero que la tragedia sacuda nuestro mundo es
otro cantar. La vida de una española, sacudida por el desgraciado de su
compañero, al que ella, emocionalmente atada, permitió ejecutar, nos inquieta
más, porque es más posible que golpee nuestras vidas, que los lejanos efectos
colaterales de nuestras tropas en el lejano y virtual Afganistán. Lo irónico es
cuando Afganistán está entre nosotros, y lo apartamos. Fijaros, ha pasado
tiempo desde que desapareció Jeremy, un niño canario de siete años. No mucho
después desapareció Maddie en Portugal. En este tiempo en que hemos sido
testigos de ambos dramas, nuestra actitud ha diferido mucho ante ellos. El
primero era el hijo de una familia humilde, la segunda de una acomodada. Maddie
alcanzó muy pronto el favor y el auxilio de deportistas, artistas y hasta del
Papa.
Jeremy,
cual niño afgano, solo ha servido para animar las páginas de sucesos, cuando
poco más podía rellenarlas.
No alcanzo
a concluir un pensamiento que aporte luz sobre nuestros comportamientos, solo
una profunda e intensa sensación de pena, por una humanidad, a la que
pertenezco, que acuna su ocio en el dolor ajeno, y otorga a cada drama el oro,
la plata y el bronce de aliviar nuestros instintos.
Imagen
Fundación Príncipe de Asturias
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