Decía Harry
Truman, que la libertad es el derecho a elegir a los que pueden limitárnosla.
El derecho a definir las estructuras de poder, y poner rostro a quienes deberán
establecer nuestros límites es por tanto trascendente. Los partidos hace
tiempo, algunos al menos, que han perdido esa capacidad de recoger las ansias
populares y ser vehiculo de sus ideales, para convertirse en estructuras, más o
menos rígidas de poder, que pretenden averiguar las debilidades culturales de
los electores, o aquellas propuestas con más marketing, que les permitiera
perpetuarse en el dominio de nuestras limitaciones.
Pero no
siempre es así. Y tampoco debemos resignarnos a que así sea. Por ello, la
capacidad de los electores de presentar al resto de sus conciudadanos sus
propuestas, “sus limitadores”, y la necesidad de que el electorado pueda
encontrar fiel reflejo a sus ansias políticas en la panoplia de ofertas que
aparecen en cada comicios, resulta indispensable para mantener viva la
democracia.
Es cierto,
sin embargo, que si la conciencia individual es débil, olvidadiza y
manipulable, la colectiva, sujeta a la variable del gregarismo y la emotividad
grupal, lo es aun más. Por eso, en ocasiones, las propuestas que se nos
presentan, poco tienen de ciudadanas, de loables, de dignas o de morales. A
veces son destructivas, en ocasiones usan nuestros instintos para luego,
alcanzado el poder, destruirnos. En algunos casos, atentan, sin que seamos
capaces de reaccionar contra aquellos ideales que nos permiten,
inconscientemente, desarrollar nuestras vidas. Y ejemplos de esto hay muchos,
que no serán solo Hitler, ni Napoleón III, los que llegaron al poder en olor de
multitudes, para luego segar estas sin piedad ni remordimientos.
Para tal
contingencia, las sociedades modernas hemos creado una segunda estructura de
poder, dada para evitar que las limitaciones que el poder elegido impongan, no
vayan en el sentido de Truman, sino en otro peor, que toque, no ya a la
organización nacional, sino a la dignidad humana. Son los jueces, expertos y
sesudos ciudadanos, de recta moral, de formación larga y procelosa, y de
independencia y aislamiento partidario intachable. O así debería ser.
Un ejemplo
de todo esto se vive en Euskadi, un año más, a colación de la legalización o no
de diversas ofertas electorales. Y lo que es mas trascendente de si esas
opciones, una vez alcanzadas las instituciones, pueden acceder al poder
mediante la colaboración de otras fueras, algo que se planteo en Navarra hace
menos de un año, cuando la crisis de la presidenta Barcina abrió la posibilidad
de un gobierno del PSOE con apoyo de Bildu, una blasfemia. Debate que no
debería estar, solo, en la legalización o no de Bildu, sino en la elección
entre mutilar la oferta electoral, o depurar el acceso a las instituciones.
Entre limitar la libertad de elección y elegibilidad y evitar que nos gobiernen
cuatro indeseables.
El tema es
complejo, máxime en un periodo electoral, como hace tiempo nos indicaba Patxi López.
En primer lugar por la misma naturaleza de nuestros mecanismos de defensa. No
voy a descubrir ningún secreto si expongo que España no es un país con un poder
judicial independiente. A nivel local quizá bastante, y no siempre, pero a
nivel nacional, es dudoso.
Siempre me
ha llamado la atención esa típica estampa española de las ciudades pequeñas, en
la que a las dos de la tarde, cuando los juzgados empiezan a bajar la persiana,
los bares y cafés cercanos a los tribunales se llenan de abogados, directores
de banco, notarios y jueces, que en amigable compañía despiden la mañana,
charlan y compadrean, en una ceremonia de parcialidad sonrojante. Y nadie
defiende que no puedan ser amigos, y mantener una cordialidad ciudadana, pero
nadie puede negar que algún desahucio, alguna letra y alguna separación de
bienes se haya discutido entre pintxo y pintxo. Peor aun es la situación de
alto nivel. A diferencia de otros países, nuestros jueces, no solo tienen ideas
políticas, inquietudes ideológicas y favoritismo partidistas, sino que se
agrupan para defenderlas, en organizaciones profesionales ideologizadas,
mantenidas por un legislativo que pacta el reparto de cuotas entre sus afines.
Un reparto que no atiende a plazos ni leyes, con lo que resulta habitual que
los jueces no estén en sus cargos el tiempo prescrito, sino mucho más, en situaciones
de interinidad eternas, y dañinas. Un ejemplo es el magistrado Giménez Bayon,
ponente de la sala 61 encargada de determinar los recursos de Bildu y otras
tres plataformas de electores, y cuya situación de interinidad ha estado a
punto de anular esta parte del proceso.
Por si poco
tuvieran encima nuestros jueces, la exigible imparcialidad de los custodios de
la ley y la pureza democrática, rara vez no se ve afectada por oleadas de
opinión que, indefectiblemente, influyen en su ánimo. Eso cuando no ocurre que
un partido político o algún líder relevante, citemos a Mayor Oreja, no lanza
toda la artillería, más que para informar, para influir en los sentimientos de
la gente, creando un estado de opinión y de refriega, que no de debate sensato,
que hace muy difícil dictar una sentencia.
Pero,
aunque nos hemos empeñado, entre todos, en hacer de este caso un problema
irresoluble, la decisión hay que tomarla. Y para hacerlo no se deben mezclar
problemas.
Todos
sabemos que ETA es una banda de carniceros asesinos, que nunca tuvo sentido, y
ahora tampoco. El problema de ETA es un problema policial, no político, que se
debe afrontar de la misma manera que la erradicación de cualquier otra banda de
delincuentes, con la variante de su capacidad organizativa y sus apoyos. Y es
aquí donde llegan los distingos. A diferencia de otros grupos terroristas
internacionales, o incluso nacionales, la situación de enquistamiento de la
acción etarra ha estado vinculada al apoyo, la simpatía o la neutralidad de una
parte de la sociedad vasca que, como dijo hace tiempo en eolapaz Maite Pagaza,
ha sufrido una especie de síndrome de Estocolmo con los violentos. El resultado
no ha sido cincuenta años con trescientos pistoleros matando, que es ya de por
si un drama, sino cincuenta años de convivencia, por llamarlo de alguna manera,
violenta entre victimas y simpatizantes de los verdugos.
Poco
haremos si no logramos separar a esa parte de Euskadi, ciega al dolor ajeno, e
insensible a toda norma moral, del aparato militar de la banda. Y ese paso,
incalculablemente difícil, se ha comenzado a dar, desde hace meses, con grupos
políticos antes próximos a ETA, que han empezado a marcar distancias. Grupos
que apuestan por integrarse en el juego político, respetar las reglas
democráticas, respetar al resto de conciudadanos y resarcir y pedir perdón a
las victimas. Muchos de ellos no han abandonado sus ideales. Muchos tienen un
pasado manchado en grupos políticos que no condenaron la violencia. Muchos no
son de fiar, y el camino a la paz será por tanto largo y tortuoso. Pero es un
paso. Si cerramos el camino político a grupos de ciudadanos que apuestan ahora,
aunque sea a regañadientes, por la paz, lo único que conseguiremos es volver a
un pasado demasiado doloroso.
Es distinto
ver este problema desde otras regiones. Pero quienes hemos vivido en Euskadi en
los ochenta y los noventa, sabemos lo que es oler la muerte y el odio en cada
esquina, y no queremos volver a ese paisaje.
Tenemos en
Euskadi un sistema educativo que lucha por abrirse paso entre la cultura del
odio y la segregación. Tenemos un país que lucha por erradicar la imagen de los
violentos de los espacios públicos, por desarrollar la vida ciudadana y por
reconstruir la convivencia. En ese proyecto ETA no cabe, y debemos
exterminarla. Pero no podemos hacer lo mismo con un quinto de la población,
próxima a sus ideas, aunque no a sus métodos. Hasta ahora, solo estamos
consiguiendo resucitar un cadáver político (EA) y alentar el victimismo de
colectivos intransigentes. Podemos, debemos, apartar de la vida pública a
indeseables manchados de sangre, que amenazan con polucionar nuestra
convivencia y chupar la sangre de nuestras instituciones. Pero marginar a todo
un colectivo de electores, limitando su derecho a elegir y a ser elegidos,
ilegalizar toda una organización de ciudadanos, ¿es licito, es conveniente, es
democrático?. Sería tanto como prohibir al PP y al PSOE por incluir en sus
lista a ladrones y prevaricadores, algo injusto, aunque un 83% de la sociedad
se ha manifestado contrario a su presencia en las listas
Como el
problema catalán nos revela, debemos elegir entre unir y separar, y solo con el
futuro en mente, que la ley debe estar al servicio del interés ciudadano y no
estar tan sacralizada, y el pasado y sus culpables solo deben tener cabida en
el olvido.
Imagen
Diario de Navarra
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