No se
porque somos tan rastreros los seres humanos, que no satisfechos con hacer la
vida imposible al prójimo, buscamos de manera torticera fechas esencialmente
simbólicas. Momentos clave en los que la humanidad busca reconciliarse con si
misma, mostrar disimuladamente algún propósito de enmienda y, con mucha
timidez, llenar de color sol ese aire cargado de hollín en el que vivimos, tan
solo por meritos propios.
Pero siempre hay alguien que, precisamente en esas
fechas vacacionales, y con toda su mala intención, hace brotar a hades de
nuestros corazones, como para recordarnos claramente cual es nuestra
naturaleza, que tan ruines somos y que poco probable es que nos redimamos. A
Rusia y Ucrania les tocó recordarnos que somos orcos, en los prolegómenos de los
mundiales de fútbol, ese momento cuatrianual en el que perpetramos la fechoría
de convivir poniendo contra las cuerdas a nuestra naturaleza física (que la
otra ya se ahorcó hace tiempo), y ahora le ha tocado a Israel, que primero
vivió el asesinato de tres de sus crios y ahora se ha ensañado a palos con los
del vecino. La habitual reciprocidad hebrea.
Llegados a
este punto, no se quien me da más pena. Los palestinos, los israelíes, o
nosotros. Entre esos dos, la historia nos ha llevado a un desfiladero, tan
oscuro, que ya es casi imposible distinguir culpables, victimas o verdugos.
Quien es más bestia y quien mata con más refinamiento tecnológico esta claro.
Lo demás yace hace tiempo en el terreno de lo incomprensible. Tanto como
quienes los rodeamos. La rica, culta y democrática Europa suma otro fracaso en
su ya larga carrera como intento de ser nada. Ni nosotros, ni los energúmenos
de los norteamericanos, ni los hipócritas de los países árabes hemos sido
capaces de dar seguridad a un Israel paranoico tras sus penalidades del siglo
pasado, ni poner pie en pared en gobiernos belicistas incapaces de una mínima
pedagogía ciudadana o un mínimo sentido común en temas como los asentamientos.
Hasta el extremo, de que hacer la guerra y matar niños surte tal efecto electoral
que es mejor para ganar las elecciones, que un anuncio o una promesa. Triste
sociedad la que así se comporta. Pero es que nuestro papel con los otros es
también sangrante. El radicalismo palestino, su división y su tendencia
terrorista es paralela a su miseria (que no hemos sabido evitar) su falta de
futuro (con niveles de paro de más del 60%) y su corrupción (alentada por
millonarias inyecciones de dinero en gobiernos que no merecen tal nombre, y que
engordan sobre los cadáveres de sus compatriotas. Resulta triste, muy triste
que todo nuestro quehacer se reduzca a pagar una escuela o un aeropuerto, el
triple de lo que vale, para que los sátrapas se queden con algo. Y todo ante la
atenta mirada de los obesos y corrompidos dirigentes musulmanes de medio mundo,
incapaces, con toda su fe, y toda su riqueza en esta barbarie. En la de ahora y
en la de todos los días. Que no veo la diferencia entre morir de polio o de
hambre o de desesperanza, o morir por una bomba.
Pero es que
el fondo de la cuestión es que nos da igual. Hemos llegado a un punto de
civilización, en el que vemos la realidad si sale en la tele, y la mezclamos
con la ficción. Es lógico, todo sale en el mismo aparato. Estos días ha habido
manifestaciones, protestas y actos de conciencia a favor de la población civil
afectada por la guerra. Pero pocas, y mal nutridas. Que hace frió para salir a
la calle, y hay que reservar las vacaciones, y algo habrán hecho para merecer
eso y, además, ¿existen?.
Imagen
chilevision.cl
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