La imagen
de todos los rectores de la universidad española, al unísono, pidiendo al
gobierno piedad para esta institución, es para abrir las carnes. Ha sido el
penúltimo episodio de un largo camino de abandono de la
universidad y de toda la estructura investigadora de nuestro país, amparados en
las escuálidas posibilidades financieras de nuestro país.
Hace unas
semanas, el ejecutivo ya había lanzado la nueva ley de troncalidad que modifica
la carrera de medicina, prolongando la formación con un segundo ciclo de
prácticas, lo que aboca a estos estudiantes a un largísimo ciclo de residencia
hospitalaría donde ejercer de “médicos” a bajo coste.
Antes, el
ministerio había anunciado el ajuste de las plazas en medicina a las
disponibles en el MIR. Esas, y otras medidas más van más allá de una aparente
medida de racionalización administrativa y eficiencia en la formación, hasta
adentrarse en la reducción de plazas, plantillas de profesores y medios de
formación.
Reducir la
formación de médicos a la preparación de personal sanitario asistencial es una
simplificación que se lleva por delante dos de las utilidades de la
universidad, la formación global de la sociedad y la labor de investigación. Es
una medida, en esa larga ristra de recortes educativos y sanitarios que
ejemplifican la ceguera de algunas sociedades ante la investigación y la
ciencia. Para nuestra desgracia, una de esas sociedades es España.
Ahora
estamos en tiempos de abstinencia. Pero eso no es óbice para reconocer una
larga tradición de desaciertos en políticas de investigación y una falta de
visión dramática en la actualidad. Puede parecer que todo está sujeto a
reducciones de gasto, pero no. Comer o curar son necesidades humanas
inaplazables, pues enseñar, aprender e investigar también.
El fracaso
de la investigación en España no solo está provocado por una falta de
mentalidad y valoración social, no es solo un problema cultural, no nos
engañemos.
Los
investigadores españoles afrontan su trabajo bajo una panoplia imposible de
modalidades de contratos y sistemas de trabajo, descoordinados, variables,
cambiantes según la comunidad autónoma. Sistemas de contratación que abandonan
la retribución del trabajo realizado por un método que raya la caridad, sujeta
al albur del político de turno y sus sensibilidad y necesidad electoral.
Es cierto
que la Ley de la Ciencia , la Tecnología y la Innovación de hace dos
años presenta en este campo algunos avances, como la existencia de una agencia
de financiación de la investigación o la creación de nuevos contratos (más)
para el personal investigador. Pero se mantienen muchas de las deficiencias y
vicios de nuestro sistema científico.
No es
normal que nuestros centros de investigación tengan tan poca repercusión o
trabajo coordinado con otras instituciones internacionales. Como no es normal
que el nivel de resultados prácticos sea tan bajo, y con un nivel de patentes
tan exiguo, habiendo tantos y tan buenos equipos en el país. En relación con
eso, no es normal que los investigadores se vean exigidos, de manera tan
compulsiva a publicar avances (hecho vinculado a la obtención de ayudas), lo
que lleva a obsesionarse por escribir algo digno en Nature o Science, más que
en lograr avances reales. De hecho España ocupa el lugar número 10 en
publicación (según el Consejo Europeo de Investigación –ERC- ), pero el 31 en calidad
de trabajos y su repercusión.
No es
normal que no haya una política coordinada entre instituciones y comunidades
autónomas (pese a que lo exige el artículo 149.15 de la Constitución cuando
habla de la “coordinación general de la investigación científica y técnica”).
Máxime cuando estas han acabado hace años con la autonomía de los centros de
investigación, que son totalmente dependientes de los poderes políticos.
Parte de la
solución arranca de un modelo de gestión más flexible y autónomo, menos cortoplacista
en resultados, y parte de un modelo distinto de financiación. La falta de
coordinación entre la administración central y las autonómicas produce un gasto
ineficaz, duplicidades y falta de sinergias. Las mismas que no existen con
respecto a Europa de la que, no se sabe muy bien porque, solo obtenemos el 4,5%
del total de los gastos en I+D de universidades y centros públicos de
investigación.
Una última
solución es más obvia. En España hay mucho talento, pero hay que crear medios
laborales y universitarios para retenerlo, quiero decir, menos gasto en
tonterías y más en programas de excelencia y apoyo a los investigadores y
doctorandos, en ocasiones arrumbados en sus departamentos entre becas
miserables, trabajos inútiles para justificar el pago (como limpiar baldas de
bibliotecas o hacer fichas de libros) o guerras intestinas entre facciones de
departamentos. Convertir la labor de investigación en una tarea donde sus
protagonistas estén protegidos y tengan derechos resulta una obviedad
indispensable de recordar.
La última
pieza es también obvia. Necesitamos a la empresa privada, su dinero. No para
permitir que cuestionen o manejen las políticas de investigación, no, pero si
para que tomen conciencias que apoyar los programas universitarios puede tener
un retorno, una utilidad, fiscal, en patentes o en productividad. Una ley de
mecenazgo que haga atractivo apoyar a los departamentos universitarios y los
centros de investigación, pero preservando la autonomía de estos.
Imagen
elventano.blogspot.com
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