A buen seguro, que al recibo de la presente cualquier atisbo se esperanza se habrá esfumado, y los sombríos próceres de nuestra desgracia habrán agrandado nuestras cabizbajas sombras. Escribo en una madrugada cualquiera de esta semana negra de julio, mientras oigo por la radio que Italia se tambalea, España intenta asirse para no ser volteada y Bélgica pasa saliva ante lo que se avecina. Media Europa esta ya amenazada de derrumbe, siguiendo aquellas proféticas palabras de Iñaki Gabilondo, a comienzos de año, y que luego nos explicó en eolapaz en abril. “Una nube de poderosa influencia pasa sobre nuestras cabezas, venciendo gobiernos y voluntades”.
Nos enfrentamos a una crisis que trasciende el mero terreno económico, como si eso fuera poco, y que pone en cuestión, y nace de nuestra propia forma de organización, o desorganización, según se mire, política.
Para comprender en que encrucijada histórica no encontramos, es preciso analizar dos planos de la actual situación.
Nuestros problemas parten, es evidente, de una gravísima situación interna. Nadie duda del mérito de haber convertido a España en una democracia, tras la dura dictadura franquista, pero tampoco conviene regocijarnos perennemente en la heroicidad de tal transición que, por otra parte, Grecia, Polonia o Portugal también han sabido llevar a cabo. Pero tras ese “éxito” hemos caído en una trampa mortal. Construimos una democracia en paz, a costa de dejar aparcados bajo la alfombra infinidad de temas. Para contentar a todos, los poderes regionales, financieros o eclesiásticos, por citar tres ejemplos, no fueron molestados. Con el tiempo muchas cosas fueron mejorando, pero el poder de las grandes compañías de servicios, los abusos bancarios, el control político de las cajas, el anacrónico poder de la iglesia, la impunidad de los gobiernos autónomos, el anticuado mercado de trabajo, la desfasada educación o un modelo económico alejado de la innovación, y centrado en hacer casas, producir en negro y servir cafés, no se tocaron, por no ser exhaustiva. Los gobiernos de Aznar gestionaron esta situación, en un clima de bonanza internacional. Los de Zapatero siguieron explotando la misma mina sin tocar nada, salvo en dos aspectos dramáticos. Zapatero instauró una política de generoso gasto social, en ocasiones innecesario (cheques y ayudas indiscriminados, sin tener en cuenta la renta de los beneficiarios y cuyos beneficios globales eran más que discutibles). Al tiempo, el gobierno no tomaba ninguna medida preventiva, en la organización básica de la economía y la administración territorial, que pudieran hacer frente a la amenaza exterior, en forma de crisis que se cernía sobre nosotros. Fruto de ello, nos encontramos en este momento en una situación extremadamente difícil sostenida en cuatro gravísimos problemas.
El país no produce ni consume adecuadamente, debido a un desempleo altísimo, unido a una inflación muy elevada. La razón, no hay un marco legal que incentive la creación de empresas, la innovación y la entrada en nuevos sectores productivos. Y ello por la complejidad burocrática de la creación y gestión de empresas, por el caos fiscal-regional que vivimos, por la incertidumbre creada por una errática obra legislativa, por la mala formación de nuestra mano de obra, por un mercado de trabajo que no es caro, sino poco flexible, lleno de tipos de contratos y miedos entre los emprendedores ante la contratación y de los trabajadores ante su seguridad y por el maltrato hacia las pymes y autónomos, en todos los campos de su relación con las administraciones, que son muchas y muy mal coordinadas.
Y de ahí parte nuestro segundo problema. En lugar de un instrumento, me refiero al estado, dedicado a ayudar a los ciudadanos y gestionar bien nuestras riquezas hemos creado un monstruo. Nadie se atrevió, en la transición, a enfrentarse a los tradicionales poderes regionales españoles, había que unir fuerzas y el precio fue dar carta blanca a la duplicación o triplicación del estado en cada región, provincia, comarca y municipio. A eso se añade que los partidos han hecho de cada cuota de poder territorial un bastión, suyo o de facciones de cada uno de esos partidos, reinos de taifas donde cada uno ha hecho lo que ha querido impunemente. Una burocracia excesiva, cientos de empresas públicas y miles de servicios duplicados, erigidos como ejemplo de poder del partido de turno, han disparado un gasto que no se compensa con unos ingresos menguantes. ¿Por que no se ha puesto coto a ese descontrol?. Por que el estado central no puede. Las llamadas autonomías históricas, son el feudo de partidos nacionalistas que con nuestro sistema electoral (otro poema del Mio Cid) resultan esenciales para gobernar en caso de no haber mayoría absoluta, y aunque la haya, desatender sus exigencias, puede enfrentar al gobierno con sociedades muy sensibles (Cataluña) o muy problemáticas (País Vasco). En el resto de regiones, unas son gobernadas por poderosos “barones” de los partidos regionales, con los que sus jefes no quieren enemistarse o se arriesgan a sembrar España de alvareces cascos y sus foros. El resto hace lo que le da la gana por simpatía, y por la dejadez del estado central de crear leyes que armonicen el sistema autonómico, o asimétrico en sanidad, fiscalidad, educación....
Cabria una salida para estimular nuestra economía y compensar el endeudamiento público basado en el despilfarro. Un buen sistema financiero que generase crédito y estimulase la economía y el empleo. Ganaríamos más dinero y no se notaria tanto el derroche. Tampoco. Tampoco porque los bancos han mantenido una suicidad política, con consentimiento del Banco de España, el parlamento y el gobierno, de compre hoy y pague dentro de un año. Da igual que tenga un contrato de seis meses de ochocientos euros. Hoy quebrada la economía, los bancos carecen de liquidez, aunque les sobran casas embargadas y televisores impagados. No pueden dar más créditos, so pena de quebrar y hacer que se esfumen los ahorros de miles de ciudadanos honrados. Peor aun lo tienen las cajas, una parte anacrónicamente grande de nuestro sistema financiero, controladas por los partidos políticos y cuyos desmanes son criminales. Algunas carecen de activos, todo es deuda. Ahora reciben millones del estado, y buscan capital en bolsa, convirtiéndose en bancos. Pero siguen siendo en lo fundamental cajas, con directivos nombrados por el poder político, con criterios no empresariales, y con estructuras humanas y de gestión que siguen sin renovarse, con lo que su futuro es incierto.
La cuarta pieza es la peor. No tenemos lideres, no tenemos a nadie que nos ilusiones, nos dirija y sea capaz de sanear el sistema. Es más no podemos confiar en nadie. Los que se nos presentan son tipos aburridos y herméticos, como el líder popular, viejas glorias con propuestas trasnochadas del mayo del 68 (el candidato gubernamental) y muchos ladrones que se venden al mejor postor, incluso por un traje.
Sin todo ello, no estaríamos tan expuestos a los vientos exteriores. Si fuéramos fuertes y sanos, no sufriríamos las tormentas financieras, al igual que no lo hacen Francia o Alemania. Pero no lo somos, y encima estamos en medio de una tormenta alimentada por Europa, un club económico al que, al integrarnos en él, hemos fiado toda nuestra exigua fortuna.
No tenemos dinero, y debemos mendigarlo en el mercado internacional. Pero lo hacemos en una moneda que compartimos con países muy dispares. Así, la mayoría de los inversores, prefieren colocar sus fortunas o el dinero de sus fondos y cestas de pensiones en países ricos y fiables. Para solucionar ese contratiempo solo nos queda a los españoles dos salidas, ofrecer más interés a los inversores (el famoso diferencial con el bono alemán, lo que pagamos de más para que nos lo dejen a nosotros y no a Alemania), y ofrecer garantía de devolución. Pero para esto último, el mercado no se fía de nosotros, sino de un “inspector” independiente, las llamadas agencias de rating, que con un código de letras, publican periódicamente su evaluación de si un país es de fiar o no. Las agencias de calificación son anglosajonas, en su mayoría americanas, y han formado un oligopolio que controla el mercado como el dedo de un dios griego, decidiendo quien es de fiar y quien no. Cuando han descubierto que algunos países que usan el euro están en la ruina han mandado señales de que no es prudente invertir en ellos, ni en aquellos que están en una situación que podría conducir al mismo desastre que Grecia, Portugal o Irlanda. Es lo que llamamos contagio, que tan solo es advertir que los helenos, antes de estar como están ahora, estuvieron como nosotros, o como Italia.
¿Y como hemos llegado a esta situación?. Nunca se debió crear una moneda común a un grupo de países que no comparten una misma fiscalidad ni modelo económico, porque esa falta de unidad nos hace débiles, y nos impide tomar soluciones, como ahora se evidencia ante el atascamiento de la solución a Grecia. Nunca se debió permitir el acceso a la UE de países que no cumplían, de largo, las condiciones para acceder al club, y que falsificaron flagrantemente su contabilidad, como Grecia, que ahora, al arruinarse, gracias a los prestamos que les dimos para derrochar, nos arrastran a todos. Nunca se debió crear un club económico que carece de unidad política. Y nunca se debió permitir que la evaluación de nuestras economías quedara al capricho de empresas privadas y no europeas.
Y en esos dos planos se mueve nuestra desgracia, el nacional y el internacional. Aunque ambos tiene un fácil resumen. Europa no tiene gobierno, sus administradores son unos tristes dominados por los intereses franco-alemanes. Muchos países europeos carecen de gobierno (Bélgica o Italia son un paradigma). Y España carece de un gobierno con decisión, convicción y capacidad de maniobra para afrontar los graves problemas que arrastramos desde hace décadas.
Imagen ElPaís
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