9 de
diciembre.
Que abrazo
más torvo el del final. Basta un mero espejo para encontrarle en una mueca
perdida, en un gesto inerte, en algún lugar de un rostro quieto, o en el tiempo
que dejó tras de si una ausencia.
El mundo es
entonces grande y lejano, y diluye y apenas entrega tu mirada a un mar de
espectros.
Queda poco
en el alma ante la ausencia, y poco en las manos ante el vacío. Un día te asomas
al mundo y descubres tu levedad y como un frágil y dúctil hilo que sondea él
éter, como el pescador que trasiega en aguas oscuras en espera de un tesoro que
ni él cree ya encontrar, pero que a pesar de ello le mantiene erguido, aun sin
resuello; digno, aun sin aprecio en si mismo; limpio, aun en el fango que
vertieron sobre él.
Y cuando te
tornas consciente de tu final comienzas tu retiro, una forma delicada de
referirse a tu huida.
Hace tiempo
que acabaron los premios, porque ya no reivindican ningún valor cuando los
recibes. Se acabaron las ideas, porque ya a nadie ayudan. Se acabaron las
aventuras, porque carecen de destino.
En unas
horas comienzo mi último viaje. La última vez que exploraré con mis niños
nuevas experiencias. La última vez que lucharé por un concurso, un premio, una
aventura o un reconocimiento, porque el tiempo se detiene cuando cuestionan tu
moral, arrastran tu nombre o colocan tu sombra tras una lápida.
Ahora es el
turno de otros. De gente con una mirada fresca, con corazón limpio, con un
deseo de impulsar a sus niños, a los míos, que no detendrá ningún obstáculo.
Mañana me
llenaré de kilómetros, con la mirada atenta para hacerles felices, sabiendo que
será el último viaje, el final de un largo camino tejido entre niños.
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