Valenciada, Manresada, encuentros y proyectos de mobile learning que se desarrollan estos días y que son fascinantes, un desafío a la altura de la capacidad de
las maestras y maestros de este país.
Conocía el
proyecto y otros similares, incluso he participado en algunos y los resultados
y los avances en el aprendizaje son muy superiores a los retos y esfuerzos que
reclaman. Me ha llamado la atención el uso de socrative, que desconocía y que me
parece una buena opción para valorar y evaluar este tipo de experiencias.
Creo que
merece la pena.
Lo primero porque es necesario contextualizar el aprendizaje,
dando utilidad a todo aquello que hacemos. Lo segundo porque la escuela debe
inmiscuirse en la vida ciudadana, formar parte de ella y desarrollar proyectos
que se puedan “emplear”, de manera que la sociedad deje de vernos (en
ocasiones) como un aparcamiento de niños, un desván decimonónico en el que
transmitimos conocimientos en desuso, cuando no directamente ociosos. Y en
tercero porque en ocasiones estamos dando la espalda a medios digitales que forman
parte de la vida de las niñas y niños, pero no de la escuela, cayendo en la
paradoja de que el alumno (y una simple lectura a las normativas de centro lo
revela) debe dejar fuera de la escuela, o escondido en su mochila, ese aparato
que luego es para él inseparable y la ventana que le une al mundo real.
Eso sin
contar el carácter multidisciplinar de estas experiencias, el hecho de
convertir el mundo entero en el aula o la satisfacción y motivación que produce
en un alumno hacer algo, más aun si es útil, reconocible y reconocido.
Pero
tampoco nos vamos a engañar, los retos son considerables. Mi última experiencia
fue un callejero virtual que permite a los vecinos de mi ciudad geolocalizarse
y conocer la historia y los servicios de cada calle con un QR en cada
escaparate de la ciudad. Ha sido hermoso, pero el punto de entrada a un
laberinto de problemas y despropósitos. Convertir una ciudad en un aula o en un
juego de aprendizaje es convertir al profesor en objeto de crítica por algunos inspectores
(que duda que eso no impida acabar el temario), de algunos padres (que ven en
el proyecto la encarnación de la teoría del caos, con los niños colgados de sus
teléfonos y saliendo del aula para, sabe Dios que) de algunos de tus compañeros
(a los que acabas de romper el sofá de sus comodidades o abocas a un soberano
esfuerzo de adaptación) e incluso de algunos alumnos, que ven peligrar su
tradicionales éxitos evaluativos, al presentarles exigencias ya no rutinarias.
Eso sin
mencionar los problemas organizativos y, como ha dicho una compañera,
financieros y tecnológicos. Y es que, al menos algunos centros, vivimos en
precario, con un presupuesto limitado para cartulinas y una wi-fi a la que le
falta la segunda sílaba (y ordenadores del pleistoceno y lectores de diskettes
por memoria).
Con todo,
lo que más me llama la atención son las carencias de conectividad. Se trabaja
mucho para extender y compartir el conocimiento, un conocimiento lleno de
nombres brillantes que nos inspiran a todos (Raul Diego, Poyatos, Reinoso,
Salva, Yalocin…) pero nuestros alumnos (nosotros mismos en ocasiones) no están
interconectados, no realizan tantos proyectos intercentros, no comparten tantas
ideas brillantes como hay. Porque si nos parece chica un aula, una ciudad no es
bastante grande. El límite es solo la imaginación, y la educación es infinita,
por eso lo individual y aislado, carece de sentido.
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