Estas navidades visité Torrelavega. Es una ciudad que me gusta. Me atrae su mezcla de burguesía provinciana y rebeldía ciudadana. Ese aire inquieto de ciudad disconforme y emprendedora. Ese regusto a lo diferente que es tan raro ver en nuestra región. Sin embargo, algo ha cambiado en ella de unos años hacia acá. Una ciudad, como vi asombrada, que en lugar de luchar por evitar que su comercio de hunda, gasta su dinero en hacer carteles para tapar la vergüenza de los escaparates de las tiendas cerradas por su incapacidad de mantener el empleo y la iniciativa, es una ciudad enferma.
En una ciudad comercial, y de carácter marcadamente industrial, nunca entenderemos bien (y eso que se han dado muchas e incongruentes justificaciones), como los grupos políticos municipales no fueron capaces de mantener y potenciar una feria de muestras esencial para la ciudad. Ya sabemos que hubo un doloroso conflicto laboral con los directivos de la institución ferial y una situación financiera lastimosa. Pero con eso y con todo, el hecho de que los partidos locales no llegarán a un pacto para proteger ese interés común fue suicida. Como lo ha sido la falta de acuerdo en temas medio ambientales, en la organización del tráfico y la movilidad, en obras e inversiones esenciales (que han hecho perder a la ciudad millones en inversiones del plan urban o en la fallecida estación de autobuses local), en políticas sociales, en la posibilidad de arreglar el desatino de su sistema policial o hasta en el Plan General de Urbanismo, en revisión desde hace décadas. Pero todo en la vida tiene su explicación. Y esa ciudad, que de vez en cuando pone en marcha cosas grandes a la altura de su valía, pierde muy a menudo el tiempo, el empleo y la riqueza en las mayores memeces imaginables. Y de algunas hasta nos enteramos, con la duda de si esbozar una sonrisa o liarnos a palos.
Torrelavega tiene la mala suerte de estar tradicionalmente dividida entre tres grandes partidos, más un cuarto que suele aportar un concejal, para completar la diversidad y hacerla más ingobernable.
Los tres partidos principales no tienen apenas capacidad de dialogo entre si, ni dentro de si. El PP, gobernante en la ciudad hasta hace pocas semanas (fenómeno extraño en una ciudad industrial y progresista), es un partido dividido que ha mostrado en estos años un apoyo escaso a la gestión de su alcalde, poco enraizado en el partido y con escaso crédito en su propia organización, por razones largas de exponer. El hecho de que un candidato a la alcaldía deba acudir a los jóvenes de su partido, a pocos días de las elecciones, para que le ayuden en campaña, como le ocurrió a Calderón, porque los adultos no le hacen caso, no deja de ser insólito. Tanto como que los concejales más experimentados del partido, Peón y Fernández sean apartados de las listas y solo una llamada urgente de Madrid (de José María Lasalle, actual secretario de estado de cultura) rescate a uno de ellos. El resultado era predecible. El partido ganó, en medio de la desilusión nacional post zapateril y se encontró con el peor de los escenarios, gobernar en minoría una ciudad hostil y sin equipo para hacerlo.
¿Cómo una ciudad progresista permitió un gobierno popular en minoría?, porque los otros dos no se entendían. Si aversión de los populares a la muchachada de Revilla es proverbial, la repulsa de Revilla (ese que mira a los ojos a los indios y descubre que son buenas personas, como con Ali, el del Racing) hacia los populares es de dimensiones bíblicas. Es normal. Los peperos se han hartado de calificar a Revilla de paleto y a su partido de clientelar, y han tirado a la yugular de sus líderes en cuantos asuntos han podido. De otra parte, ambos siegan el mismo prado, el mismo tipo de votantes, el mismo espacio rural llena sus urnas. Si a eso sumamos el desdén de la burguesía santanderina hacia los ganaderos regionalistas, ya tenemos dibujado el paisaje. Algunos miembros del regionalismo en Torrelavega, ya intuyeron, hace tiempo, la necesidad de llegar a acuerdos parta gobernar la ciudad, pero la facción dominante, la de López siempre se ha negado en redondo. La ciudad, en ese aspecto, es un feudo privado del antiguo alcalde regionalista y ex consejero de cultura, que ambiciona dejar en herencia el partido a su vástago. Cualquier alianza debe pasar por sus manos, y aunque el cabeza de lista en la ciudad opine distinto, si el jefe dice que no, el ayuntamiento se paraliza. Y cuando llegó el momento de elegir alcalde hace dos años, el jefe dijo no, a todo, y siendo el grupo intermedio entre la derecha y la izquierda, era la baza imprescindible para una alianza. A falta de ella, la lista más votada tomó la alcaldía, y se convirtió en rehén de todos los demás, y de si mismo.
Solo quedan los socialistas. El partido tradicionalmente mayoritario ha sido incapaz en estos años de articular una alternativa o contribuir a gobernar la ciudad. De hecho, gobierna ahora empujado por los regionalistas, que les provocaron en la prensa a asumir unas responsabilidades que no pudieron eludir dada la impopularidad, a nivel local y nacional de los populares (que país más contradictorio). Pero pese a dar el paso de asumir la alcaldía, los socialistas siguen siendo un partido en construcción. La raíz del problema vuelve a ser un problema personal, como en todos los partidos locales. Gómez Morante, la veterana líder del partido había luchado por controlar el partido a nivel regional. Su falta de éxito había convertido al PSOE local en una rareza desconectada del partido, donde Díaz Tezanos tejía su tela de araña para deshacerse de ella. El asalto al poder de una, y la defensa de este por la otra era más importante que la gobernabilidad de la ciudad. Dividido el partido entre varios sectores, finalmente la dirección regional consiguió el control, aunque en minoría, y con un apoyo “poco estable” de otros grupos de militantes, más “jóvenes y renovadores”, y ante los odios desatados entre los viejos gobernantes de la agrupación local.
Así, los 3 partidos locales mayoritarios han venido gobernando la ciudad, aliándose en algunas iniciativas, enfrentandose en otras, aislados de las direcciones regionales y divididos por viejas rencillas y desprecios, más pendientes de lo personal que de su condición de representantes de los ciudadanos.
Hace unos meses, la oposición olfateo la sangre, y próximas las elecciones decidió, y sin que sirva de precedente, unirse para desbancar al alcalde popular. Algo legítimo, aunque poco comprensible. Los socialistas tuvieron que hacer dimitir a la mitad de su lista para ir ajustando la realidad de los nuevos grupos dirigentes en el partido a la vieja lista electoral, presentada dos años antes. La nueva secretaria local pasó a cabeza de lista, y los jefes de las otras banderías accedieron desde el banquillo a las concejalías. Todo ello ante la rebeldía de la antigua líder Blanca Rosa Gómez Morante, que, en un alarde de ingenio, decidió no apoyar a su partido en el acceso al poder, argumentando que era mejor decisión estratégica que siguiera en el poder su contrario del PP. Un ejemplo más de las prioridades y la coherencia de los dirigentes de la ciudad, que consideran que es mejor que la ciudad siga en manos del enemigo, antes que desgastarse buscando soluciones para los ciudadanos.
Los regionalistas tocaron poder, satisfaciendo las ansias de relevancia de su jefe de candidatura y la necesidad de irse curtiendo del hijo del amado líder. Refunfuñando, Calderón se fue, ante la mirada relajada de un partido aliviado que ahora se podía hacer la víctima, hacer limpieza, de cara a las próximas elecciones y, ya de paso, quitarse el marrón de una ciudad imposible. Pero todo seguía siendo incomprensible. A los pocos días, una entristecida Ruiz Salmón concedía a la prensa una entrevista en la que, impertérrita, reconocía que ella nada podía hacer ante los problemas de la ciudad. El declive industrial, el paro o la política de inversiones quedaban fuera de sus competencias. Reconocía, que ante todo aquello que había reprochado al anterior alcalde, ella era impotente, como el anterior. Este reconocimiento público de que su derecho a alcanzar la alcaldía seguía pendiente de ir acompañado de un plan, quedó completado días después por otra entrevistas del teniente de alcalde, a la sazón jefe teórico de los regionalistas, en la que admitía que el nuevo equipo de gobierno nacía bicéfalo y divorciado, y que en cuestión de obras y proyectos seguirían con los ya estaban en marcha por el anterior equipo de gobierno. Una afirmación nada extraña, pues ellos mismos habían apoyado puntualmente los proyectos e iniciativas del denostado Calderón.
Siguen pasando los días. El sol despunta como cada mañana, el cierre de las fábricas y los comercios ayuda a limpiar el aire y el río, una solución medioambiental barata y efectiva, limpieza por abandono urbano. He leído que van a pedir cosas a otras instituciones, y a hacer una exposición sobre la igualdad de género y a repartir árboles entre los vecinos. Quizá sea para cubrir el hueco de los vecinos que se marchan.
Nada he oído de un plan que diga como será la ciudad dentro de diez años, de cómo la gente criará a sus hijos o de cómo su nombre volverá a ser pronunciado con orgullo. Nada he oído de que sus gobernantes se reúnan para unir fuerzas, y movilizar a la ciudadanía y crear ilusión.
En los albores de la Segunda Guerra Mundial, un presidente norteamericano, afectado por la polio, y gobernando un país desmoralizado, ajado por la depresión y humillado por Japón, fue capaz de ponerse en pie, clamar al orgullo de sus conciudadanos y elevar el rugido de un pueblo, como un oso herido, pero dispuesto a vencer. Pero claro eso ocurrió muy lejos, en un lugar con gobernantes de verdad. Eso no ocurrió en Torrelavega.
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