Cuando tenía doce años, mi tía Laura se fue de intercambio a Inglaterra. Eran los tiempos, en aquel 1979, en que Elizalde y su Kells se empeñaban en hacer aprender inglés a los jóvenes de Santander, y de paso sacarles de la provincia, y ver mundo, y ampliarles las miras. Justo lo que, por aquel entonces, un muchacho de Pedreña, Severiano Ballesteros Sota, hacia por las mismas frías tierras de la isla de los Tudor. En aquellos intercambios era normal, como supongo ahora, que el primer fin de semana la familia de acogida te diera un breve tour por los alrededores a fin de situarte en aquellos parajes y hacer patria mostrándote los tesoros propios de la tierra. El resto de sus compañeros pudieron, así, visitar parques y museos, cervecerías y malls. Mi tía no.
Don Alister Pimgram, que así se llamaba su padre de acogida, un rudo mecánico de aviones, alto, rubio y lleno de hijos, la metió en su mini, y en un agotador viaje la llevó hasta Carnoustie, en la húmeda Escocia. Ese fin de semana se iniciaba el British Open. Llegaron a las diez de la mañana, justo para ver los inicios de un torneo convertido en las islas en una autentica religión. Aquel olimpo del deporte ya tenia, por aquel entonces sus dioses, y entre ellos ya destacaba un joven de la Bahía de Santander, un chaval directo y heterodoxo, que se había convertido, en los circuitos nacionales de la Gran Bretaña, en un mito. Tenia 23 años, y aquel fin de semana, que mi tía recuerda hoy con melancolía, ganó su primer grande, y se hizo leyenda.
Quince días después, a su llegada a Santander, y ante el desconcierto de sus padres, mis abuelos, mi tía Laura, contagiada del fervor inglés, contó con entusiasmo incontenible que había visto ganar a “Sevi”, como le llamaban los ingleses. ¿A quien?. Seve nunca lo entendió, y mi tía tampoco. Aquel muchacho triunfador, que paseaba el nombre de España por las esquinas del mundo, aquel héroe inglés nacido en Pedreña, no era nadie en su país, ni siquiera en su tierra, fuera de un selecto círculo de amantes del golf, el mismo que le había cogido de la mano, para que alcanzara su sueño.
Hoy mi tía, que años después estrecharía su mano en Santander, le recordaba, con una lagrima escurrida en su mejilla, mientras le oía hablar con Michael Robinson, en un espléndido documento que emitía Cuatro. Y le recordaba como el hombre que nos enseñó que los sueños se pueden conquistar.
Había nacido en la Bahía, frente al mar, en una familia sencilla, una de tantas dedicadas en nuestra tierra a trabajar. Una de esas familias cántabras que labran la tierra, siegan el verde, cuidan sus vacas, pescan en sus aguas y viven para poder vivir, mirar el mar cada tarde y criar a sus hijos en paz. Y así creció Seve. Solo que entre él y el mar se interpuso algo. Frente a su casa se extendía, como una alfombra hasta la playa, el viejo campo de golf que la visita de D. Alfonso XIII, tiempo atrás, había llevado a la ciudad a construir. La historia había seguido su curso, y ya no había reyes a quienes llevar los hierros, pero seguía habiendo hoyos, y retos en cada uno de ellos. Su hermano Baldomero jugaba y trabajaba en el campo, y aquella obsesión que se alzaba frente a él fue creciendo.
Se escapaba cuando podía para hacer un hoyo a escondidas, lanzaba bolas desde su casa, elevándolas como un águila sobre los árboles, para caerlas suavemente sobre la hierba. Pasaba noches enteras estudiando el green, o mataba las tardes lanzando bolas sobre una vieja alfombra, que pendía de una de las paredes de su cuadra.
Con nueve años se inició de caddie, con Santiago Ortiz de la Torre, un conocido médico que pagaba poco, apenas 40 pesetas, pero que a cambio le dejaba hacer unos hoyos con él, y le corregía posturas y golpes. Con 16 ya era profesional, justo cuando otro médico se cruzó en su camino, el cardiólogo César Campuzano, que con su dinero le permitiría iniciar los primeros circuitos, y ganar los primeros trofeos y derrotar a Jack Nicklaus y Ben Crenshaw en su primer British.
Había alcanzado su sueño, y se mantendría en él durante dos décadas. Desde aquel primer triunfo, sino antes, la prensa y el público británico mostraron una química irresistible con aquel muchacho de eterna sonrisa, de ingenio insospechado y técnica poco ortodoxa, que no se rendía ante nada, que demostraba una fuerza y un tesón inauditos, siempre son la misma ilusión y energía, tras cada triunfo, y tras cada fallo.
Sin embargo, el héroe inglés, el hombre que había elevado el golf a la máxima categoría, quien había logrado dirigir al golf europeo hasta doblegar a los inalcanzables norteamericanos, seguía siendo un desconocido en su país, alguien a quien, explicaba no hace mucho, no se le había dado el mismo reconocimiento que a otros deportistas que habian alcanzado grandes gestas, siendo él, como era, el primero, el primer deportista que habia puesto a España en primera plana mundial. Junto a ello, Seve se introducía en un mundo que le obligaba a viajar, a pasar calor, a estar metido durante horas en frías habitaciones de hotel, a cenar junto a personas que no conocía de nada y a charlar con desconocidos que tan solo querían de él una foto y dos columnas para su periódico. Y todo cuando él solo quería jugar, y volver a casa, frente a su mar, y verse querido por su gente.
Y aquí le hemos querido, pero a hurtadillas, y de soslayo, y casi más cuando la enfermedad le demacraba, y no cuando era alto, y guapo y ganador.
No fue nunca un hombre huraño, ni desconsiderado, ni malhumorado, ni descortés, como algunos le pintaron. Era cantabro. Era un hombre directo, claro, con el acento de los hombres nobles del norte, con la espalda puesta en las montañas y la mirada pendiente del mar.
Sus últimos años, cuando el cuerpo dejo de querer ser campeón, los dedicó a diseñar campos de golf, lugares donde paisaje, los árboles y las aves han sustituido al ladrillo (como en Puerta de Hierro) o a basureros (como en Alicante). Los dedico a levantar su fundación contra el cáncer, a ayudar a su Racing, a vivir junto a sus hijos y a luchar contra la muerte, hasta que al final su bola cayó en el agua.
Hoy, tres British, dos Masters de Augusta, tres Campeonatos del Mundo y tres Ryder Cup después, se ha ido, pero de vacío, porque nos ha dejado todo. Su sonrisa, su claridad para ver la vida, su afán de lucha y el ejemplo de quien tuvo un sueño y nos enseñó como alcanzarlo, sin rendirse nunca, sin dejar de mirar a la vida a los ojos.
Don Alister Pimgram, que así se llamaba su padre de acogida, un rudo mecánico de aviones, alto, rubio y lleno de hijos, la metió en su mini, y en un agotador viaje la llevó hasta Carnoustie, en la húmeda Escocia. Ese fin de semana se iniciaba el British Open. Llegaron a las diez de la mañana, justo para ver los inicios de un torneo convertido en las islas en una autentica religión. Aquel olimpo del deporte ya tenia, por aquel entonces sus dioses, y entre ellos ya destacaba un joven de la Bahía de Santander, un chaval directo y heterodoxo, que se había convertido, en los circuitos nacionales de la Gran Bretaña, en un mito. Tenia 23 años, y aquel fin de semana, que mi tía recuerda hoy con melancolía, ganó su primer grande, y se hizo leyenda.
Quince días después, a su llegada a Santander, y ante el desconcierto de sus padres, mis abuelos, mi tía Laura, contagiada del fervor inglés, contó con entusiasmo incontenible que había visto ganar a “Sevi”, como le llamaban los ingleses. ¿A quien?. Seve nunca lo entendió, y mi tía tampoco. Aquel muchacho triunfador, que paseaba el nombre de España por las esquinas del mundo, aquel héroe inglés nacido en Pedreña, no era nadie en su país, ni siquiera en su tierra, fuera de un selecto círculo de amantes del golf, el mismo que le había cogido de la mano, para que alcanzara su sueño.
Hoy mi tía, que años después estrecharía su mano en Santander, le recordaba, con una lagrima escurrida en su mejilla, mientras le oía hablar con Michael Robinson, en un espléndido documento que emitía Cuatro. Y le recordaba como el hombre que nos enseñó que los sueños se pueden conquistar.
Había nacido en la Bahía, frente al mar, en una familia sencilla, una de tantas dedicadas en nuestra tierra a trabajar. Una de esas familias cántabras que labran la tierra, siegan el verde, cuidan sus vacas, pescan en sus aguas y viven para poder vivir, mirar el mar cada tarde y criar a sus hijos en paz. Y así creció Seve. Solo que entre él y el mar se interpuso algo. Frente a su casa se extendía, como una alfombra hasta la playa, el viejo campo de golf que la visita de D. Alfonso XIII, tiempo atrás, había llevado a la ciudad a construir. La historia había seguido su curso, y ya no había reyes a quienes llevar los hierros, pero seguía habiendo hoyos, y retos en cada uno de ellos. Su hermano Baldomero jugaba y trabajaba en el campo, y aquella obsesión que se alzaba frente a él fue creciendo.
Se escapaba cuando podía para hacer un hoyo a escondidas, lanzaba bolas desde su casa, elevándolas como un águila sobre los árboles, para caerlas suavemente sobre la hierba. Pasaba noches enteras estudiando el green, o mataba las tardes lanzando bolas sobre una vieja alfombra, que pendía de una de las paredes de su cuadra.
Con nueve años se inició de caddie, con Santiago Ortiz de la Torre, un conocido médico que pagaba poco, apenas 40 pesetas, pero que a cambio le dejaba hacer unos hoyos con él, y le corregía posturas y golpes. Con 16 ya era profesional, justo cuando otro médico se cruzó en su camino, el cardiólogo César Campuzano, que con su dinero le permitiría iniciar los primeros circuitos, y ganar los primeros trofeos y derrotar a Jack Nicklaus y Ben Crenshaw en su primer British.
Había alcanzado su sueño, y se mantendría en él durante dos décadas. Desde aquel primer triunfo, sino antes, la prensa y el público británico mostraron una química irresistible con aquel muchacho de eterna sonrisa, de ingenio insospechado y técnica poco ortodoxa, que no se rendía ante nada, que demostraba una fuerza y un tesón inauditos, siempre son la misma ilusión y energía, tras cada triunfo, y tras cada fallo.
Sin embargo, el héroe inglés, el hombre que había elevado el golf a la máxima categoría, quien había logrado dirigir al golf europeo hasta doblegar a los inalcanzables norteamericanos, seguía siendo un desconocido en su país, alguien a quien, explicaba no hace mucho, no se le había dado el mismo reconocimiento que a otros deportistas que habian alcanzado grandes gestas, siendo él, como era, el primero, el primer deportista que habia puesto a España en primera plana mundial. Junto a ello, Seve se introducía en un mundo que le obligaba a viajar, a pasar calor, a estar metido durante horas en frías habitaciones de hotel, a cenar junto a personas que no conocía de nada y a charlar con desconocidos que tan solo querían de él una foto y dos columnas para su periódico. Y todo cuando él solo quería jugar, y volver a casa, frente a su mar, y verse querido por su gente.
Y aquí le hemos querido, pero a hurtadillas, y de soslayo, y casi más cuando la enfermedad le demacraba, y no cuando era alto, y guapo y ganador.
No fue nunca un hombre huraño, ni desconsiderado, ni malhumorado, ni descortés, como algunos le pintaron. Era cantabro. Era un hombre directo, claro, con el acento de los hombres nobles del norte, con la espalda puesta en las montañas y la mirada pendiente del mar.
Sus últimos años, cuando el cuerpo dejo de querer ser campeón, los dedicó a diseñar campos de golf, lugares donde paisaje, los árboles y las aves han sustituido al ladrillo (como en Puerta de Hierro) o a basureros (como en Alicante). Los dedico a levantar su fundación contra el cáncer, a ayudar a su Racing, a vivir junto a sus hijos y a luchar contra la muerte, hasta que al final su bola cayó en el agua.
Hoy, tres British, dos Masters de Augusta, tres Campeonatos del Mundo y tres Ryder Cup después, se ha ido, pero de vacío, porque nos ha dejado todo. Su sonrisa, su claridad para ver la vida, su afán de lucha y el ejemplo de quien tuvo un sueño y nos enseñó como alcanzarlo, sin rendirse nunca, sin dejar de mirar a la vida a los ojos.
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