sábado, 9 de enero de 2010

La muerte afgana

La muerte del joven soldado español Christian Javier Quishpe Aguirre, ha sacudido de nuevo, pero poco, a la sociedad española, recordándola, pero poco, que esta en guerra, aunque no sabemos para que. Es una sociedad extraña la española. Capaz de arremolinarse en torno a nada, con furia desmedida y, al tiempo, pasar de soslayo por dramas que a otras sociedades harían temblar.
Hemos perdido a casi 90 hombres en una guerra lejana e inútil, uno de cada diez españoles carece de trabajo y dos millones de compatriotas o residentes carecen de viviendas y viven como transeúntes, o en chabolas de papel. Y lo sabemos, y nos inquieta, pero poco.

Afganistan es un ejemplo de esa vista nublada. Hasta el rey ha recordado en la reciente pascua militar la preocupación que debe despertar en nosotros Afganistán. Hasta el gobierno, a través de su ministra de defensa, admitía al fin, por esas fechas, que estamos ante un problema que nos desborda.
Y es que ni tiros ni soldados. La amenaza afgana, la creciente amenaza islamista sobre nuestra sociedades, dista mucho de resolverse, más por nuestra falta de empeño, que por el de nuestros etiquetados enemigos.Pese a su lejanía, siguen plenamente vigentes las demandas hechas en su visita a España en 2007 por la defensora afgana de los derechos humanos Fatana Ishaq Gailani: educación, alimentos, ropa y medicinas, eso precisa el Islam.
Mientras Occidente se empeña en mantener en el poder a una corte de reyezuelos tribales y élites económicas sentadas de espaldas al pueblo, mujeres como Fatana Ishaq Gailani, Premio Príncipe de Asturias de Cooperación en 1998 y de Defensa de los Derechos Humanos en 2000, sigue exponiendo al mundo, aunque con poca fortuna, una realidad más compleja que la que dibujan blindados y tropas. Tras décadas de guerra, de supuestas luchas por la libertad y la democracia, 250.000 menores mueren de hambre en Afganistán, diez millones de minas siguen amenazando vidas y comunicaciones, y solo un 5% de la población femenina del país tiene acceso efectivo a la educación. Una vida truncada para miles de afganos, especialmente para aquellos más castigados, mujeres y niños, convertidos en la nada social por el radicalismo talibán.
La lucha de Fatana es un fiel ejemplo de la desesperada existencia de la sociedad islámica mundial, orgullosa y sensible, a la par que condenada a la sumisión a la fuerza y al abandono a los intereses de Occidente.Creadora del Consejo de Mujeres Afganas, Fatana ha mantenido en los últimos 20 años una enconada lucha por los derechos de mujeres y menores que le ha valido mucho premios internacionales, una manera como otra más de limpiar nuestra conciencia. Y muchas condenas de los integristas, que la han llevado a una huida continua por Asía y Europa.
De vuelta a Afganistán su activismo ha permitido extender la educación, reabriendo colegios cerrados por la policía religiosa talibán y rescatando para la riqueza del país a mujeres que debido a su preparación habían sido blanco fácil de los integristas. Pero es todo un espejismo. Los pocos cargos políticos en manos de mujeres, y los pocos miles de niñas que asisten a los colegios lo hacen a la sombra de las armas occidentales, y en el Kabul protegido por los fusiles. Lejos, en las tórridas planicies afganas, ser mujer sigue siendo una condena, y vivir al amparo de los soldados blancos otra, la derivada del odio a los que traen la muerte y la lucha, y apenas comida, medicinas, trabajo o dignidad, y encima te imponen costumbres y levas.
Y es que, como explica Fatana Ishaq, la guerra no acabará, y Afganistán no se convertirá en una sociedad civil hasta que no se escuche a la mujer afgana, pero Occidente no esta dispuesto a enfrentarse a sus misóginos aliados, cada vez más exiguos.
Y es que las mujeres que han huido de la muerte o la ignominia deambulan como almas irredentas por los arrabales de los grandes almacenes de refugiados, como Peshawar, en el noroeste paquistaní. Allí, sin nada que perder acabaran en las redes de la prostitución, o utilizadas, ellas y sus hijos en las redes del narcotráfico y las milicias.

"Estoy cansada, muy cansada, del dolor y la pena que llena mi corazón por la enorme tragedia que sufren las mujeres y los niños de mi país. Las mujeres afganas son víctimas de una mentalidad medieval. No existen leyes ni justicia, sólo tradición y la voluntad inapelable de unos hombres embrutecidos por 30 años de guerras que se amparan en el nombre de Dios para ejercer la violencia”, declaraba en Valencia en el Foro Mundial para el desarrollo, ante cientos de oídos sordos.
Mientras Europa malgasta sus fuerzas en la simbólica lucha contra el burka, la realidad pergeñada por Fatana es más cruel. Las madres afganas rapan el pelo a sus hijas para hacerlas feas, y así evitar que sean violadas, generalmente por un miembro de su propio clan. El trato inhumano de este colectivo hace que un 80% de las mujeres sufran violencia domestica grave, que un 60% de las menores de edad se vean obligadas a casarse, que un 55% de las menores sean violadas, mientras un 90% de sus agresores son liberados sin cargos por los tribunales. Frente a eso, la única medida del gobierno Karzai ha sido, hasta ahora, decorar el gobierno central con tres símbolos Soraya Dalil, Palwasha Hassan y Amina Afzali, nuevas ministras de Salud Pública, Mujer, y Asuntos Sociales.
“Se que un día me mataran”, confiesa Fatana, “pero moriré de pie y bajo el sol, no encerrada en una cárcel de tela, condenada a un matrimonio que en realidad es una violación legalizada por una sociedad que nos odia y nos teme. No acabare convertida en una diputada llamada a ser una imagen de consumo en Occidente, pero a la que no se permite hablar en el parlamento”. Y es cierto que morirá, pero como un ser humano, y no gracias a nuestros desvelos, sino a su sufrimiento y su valor.Por todo esto ha muerto Christian, hasta hoy, por nada.

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