No se si os
ha ocurrido alguna vez. Tengo tanto interés en escribiros sobre este tema, y
tanta rabia acumulada sobre su desenlace, que no he conseguido en días que me
fluyan las palabras. Solo encuentro un lenguaje torpe.
Sin embargo
aún siguen en mi memoria las imágenes del aeropuerto de Lanzarote, en el que la
activista saharaui Haidar emprendió una huelga de hambre para reivindicar sus
derechos fundamentales, entre ellos, el de regresar a su hogar, reunirse con su
familia y expresarse libremente. Las imágenes de aquellos días están repletas
en mi memoria de signos de solidaridad, entre los que destacan, y de eso se
encargaron bien los medios de comunicación, la permanente presencia pública de
las autoridades de exteriores y, como no, del gremio de actores, siempre presto
a donar su imagen para todo causa humanitaria o de justicia que ellos valoren
precisa. Lástima que entre sus prioridades humanitarias y su efervescente lucha
por la justicia no este la defensa de la gente humilde, menos llamativa y
glamurosa, que duda cabe, pero al fin gente.
En esta
navidad, cada año menos blanca en su alma, los aeropuertos no nos han dado
tregua, y en los días finales de año pusieron telón y platea a un nuevo
episodio de reivindicación, condenados, como parece, a convertirse en los foros
de la globalidad.
En este
nuevo episodio no fue una mujer la que pretendía, en buena ley, volver a su
hogar, sino miles. Familias enteras, en su mayoría gente modesta y humilde,
quedaron atrapadas sin poder volver a sus casas, por un conjunto de errores, de
los que el máximo responsable, nos hacen ver, es la compañía air comet.
Miles de
personas que confiaron en una compañía privada que operaba en el mercado, sin
que ninguna de las autoridades encargadas de vigilarle avisaran a estos
usuarios de los graves riesgos que corrían al confiar su dinero y su futuro en
ella.
Su futuro,
si, y no me pongo melodramático. Muchos de los usuarios afectados son
emigrantes que, residentes en España, han regresado a sus países de origen para
reencontrase con sus familias, y de cuyo regreso depende que no pierdan su
trabajo en esta España de la crisis. Ahora sus billetes de avión no valen nada
y su capacidad económica pone en riesgo su vuelta a nuestro país.
En este
lado del Atlántico la cosa no es muy distinta. Frente a personas que
pretendían, los menos, viajar por placer y han visto arruinadas sus vacaciones,
hay un buen número de ciudadanos que iniciaban su vuelta sin retorno a sus
países de origen, fracasado su sueño en España.
Yo me
imagino que esta gente esta luchando por una causa justa, que tiene derechos,
que tienen dignidad. Creo entender que no es justo ni humano tener días enteros
a una familia tirada en los pasillos de Barajas, sin ningún tipo de atención.
Al contrario que con la señora Haidar ha habido poco esfuerzo diplomático para
resolver la situación, siendo los afectados de varios países, ni ha habido
ninguna presencia de actores y artistas dispuestos a reivindicar los derechos
de estas personas o atacar a los responsables.
Algún
tumulto aquí, o allende el océano. Algún reportaje en la televisión, que son
historias estas muy navideñas, al estilo de aquel Chencho de la película “La
gran familia”, perdido en Madrid, y luego el silencio.
Y es que
toda sociedad, junto a la dirigencia legal encargada de administrar sus bienes
y sus cuitas, dispone, cuando es madura y civilizada, de una elite moral y
legitima, encargada de ejercer las necesarias labores de conciencia colectiva y
de contrapesar y, en su caso, espolear a administraciones que suelen tender, casi
siempre, al más placido sueño y la menos edificante rutina. Quizá uno de los
males de España, y con su soledad lo denunciaron Ortega, Unamuno o Gelman, es
la falta de esa conciencia colectiva. De esa elite moral. Las referencias nunca
faltan, y son esenciales para mantener viva una sociedad, en tanto que proyecto
común. Pero las actuales han resultado más que una luz, la boca de Hades. Una
parte sustancial de nuestro país admira y nutre su espíritu de Belén Esteban o
de cualquier Maquinavaja que surja, admirados iconos de una sociedad rebelde y
criticona, insatisfecha y presta a arrojar piedras al dictado de sus gurús y
consumir, bienes o anti ideas, sin moderación ni recato, como demostró el
reciente linchamiento moral de un ciudadano acusado injustamente de violar a su
hija, hecho del que aun esperamos una profunda reflexión y enmienda. Barajas ha
sido otro episodio de ese desarme moral que sufrimos y al cual nos entregamos
cada día más.
España
llora y se moviliza ante la muerte sobre la hierba de un futbolista, el jamón
robado a Andreita por su padre en su comunión o la lucha oscura de una
activista saharaui, de cuyos ideales apenas sabemos o estamos interesados. Pero
cuando cientos de familias ven sus casas derribadas por la rapiña y la
desvergüenza de decenas de ayuntamientos, cuando cientos de familias quedan
desamparadas en un aeropuerto porque una empresa que consiguió, no se sabe
como, una licencia del gobierno, les abandona a su suerte o cuando barrios
enteros se llenan de droga o de prostitución, los actores no se ponen una
pegatina, ni emplean su capacidad de arrastre y altura moral.
La élite
nacional, esa que tampoco hemos visto en Copenhague, tiene una conciencia
selectiva, un corazón bicolor, como todos nosotros, encerrados en una vida
escueta, de la que solo a veces nos saca un sobresalto, un gruñido de Guillermo
Toledo, de Jordi González o de Jose Luis Rodríguez. Y luego a dormir, hasta que
los actores manden.
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