Suele
contar Feliciano Martieri, un venerable escritor uruguayo de inmaculado juicio,
que la critica es precisa en la vida humana, pues mucho antes que dañar y
corregir a su destinatario nos desnuda y expone a una reflexión imprescindible
sobre nosotros mismos, los que la ejercemos.
Estos días,
los ecos de las páginas de Pilar Urbano sobre la reina de España, han recorrido
el mundo, hasta tal punto que la prensa uruguaya ha vencido su tradicional
aversión hacia España, para ayudar, un poco más, a la lapidación de Sofía. Lo
sorprendente es que uno no puede imaginarse a nadie con tan mala baba, como
para urdir tan ruin regalo de cumpleaños a quien, eso dice Pilar, es una mujer
admirable con la que la unen confidencias y admiración. Menos mal que no la
odia.
Evidente
resulta que Pilar Urbano ha utilizado de manera intencionada una exposición
privada de ideas y sentimientos de la entrevistada. Ideas y sentimientos que,
quizá, hubieran no trascendido, al menos tanto, si no hubiera mediado la
avaricia de quien hace años, años, y me refiero a Pila Urbano, se encuentra en
un discretísimo segundo plano, del que ha querido salir explicando en rueda de
prensa todos los detalles de su obra, para estar bien segura de que no pasarían
desapercibidos. Todo ello en el momento en el que el foco de estos estaba
colocado sobre la monarca, tanto por su aniversario, como por la celebración de
la cumbre iberoamericana, de la que ella y su marido eran protagonistas por
muchas razones, las secuelas del porque no te callas entre ellas.
Si bien es
cierto que Pilar Urbano ha carecido en esta situación de finura, la reina no se
ha quedado atrás en cuanto pericia y experiencia, pues al fiarse de una
periodista y confiar en que esta distinguiría lo privado de lo público, ha actuado
con más candidez que una becaria y, desde luego, a mucha distancia de la
habilidad que su experiencia cabria concluir.
Capítulo a
parte es el comportamiento de la casa real, y más concretamente de sus
servicios de prensa y asesoría, donde el veterano José Cabrera, secretario de
la reina y la secretaria de este, Susana Cortazar, han demostrado una escasa
capacidad para gestionar la situación. Primero no calibrando las consecuencias
del libro en su gestación, después en una supervisión ramplona del manuscrito
que Planeta envió a Zarzuela para su visto bueno (si es que es cierto que tal
manuscrito coincidía con el original, cosa que esta por ver), y posteriormente
en la manera de enfriar la polémica, máxime en estas circunstancias.
Circunstancias
muy poco propicias para una institución que ha pasado de un anonimato bíblico,
a convertirse en carnaza de la prensa rosa y objetivo de la izquierda
republicana. En ese “Totum revolutum” en que Rodríguez Zapatero ha convertido
la política interna española, la monarquía ha pasado de ser garantía de
estabilidad y símbolo del nuevo estado democrático a tema preferente entre
quienes aspiran a refundar España, aunque nadie sabe bajo que supuestos, para
lo que la monarquía sobra.
En esas
circunstancias, Pilar, una opusina conservadora y monárquica ha aparecido como
el ángel guardián de Anguita, y Sofía como una jubilada californiana, de vuelta
de todo y a quien poco importa nada. Ni la avariciosa traición de una, ni la
suficiencia de la otra son adecuadas para el país.
Pero, al
margen de las circunstancias concretas del acontecimiento, un problema mayor
subyace en todo este pleito. ¿De que se puede hablar hoy en España?. Y aun más
preocupante. ¿Qué criterios, opiniones y valores no se pueden mostrar?. Pocos
países occidentales, salvo Estados Unidos han desarrollado una autocensura y
una limitación a la libre expresión tan grande como España en los últimos diez
años. Es una censura cultural y social, no legal, cuya trasgresión no provoca
un castigo (salvo que llames ladrón a algún famoso), sino un rechazo social que
te mancha de forma vergonzante.
Se pueda
admirar a cierto director de cine, pero no a otros, independientemente de la
obra concreta que hayan alumbrado. Se puede criticar a personas de cierta
orientación sexual, pero no a las que han optado por otra, como si la historia
pudiera vengarse dando bandazos. Se pueden sacar las vergüenzas de este, pero
no es correcto de aquel. Y en ese contexto cultural, el de lo “políticamente
correcto”, desentona la entrevista de la reina. No es prudente que un jefe de
estado hable sobre temas sujetos al debate político, se posicione sobre asuntos
que organizan la vida de las personas o la limitan, o valore aspectos básicos
de la vida ciudadana, de manera que pueda condicionar las leyes o soliviantar a
sus detractores. Cierto. Tanto como que eso es moneda común en otros estados
desarrollados, monárquicos (la
Bélgica de Balduino y Alberto) o republicanos (El Israel de
Herzog o la Italia
de Pertino o Consiga). No es ese por tanto el debate. Sino que la reina ha
expuesto, a titulo personal, no institucional, su parecer, no descalificante
sobre asuntos que bien podría haber callado, pero sobre los que ni ha
pontificado, ni ha criticado. Junto a verdades evidentes, como que Bush ha sido
un desastre que ha conducido al mundo a un abismo militar, político y
económico, o que Aznar ha perdido el norte, Sofía ha expuesto convicciones
intimas que comparten muchos españoles, pero que no condicionan a nadie, ni
fortalecen a nadie, como su rechazo al maltrato animal, su apoyo a las uniones
homosexuales, pero sin que esto sea calificado de matrimonio o la constación
del hecho diferencial entre hombres y mujeres.
Más la
prensa internacional que la española han puesto el grito en el cielo aduciendo
que la reina se ha hecho el harakiri, rompiendo la neutralidad de la
institución (Clarín de Buenos Aires) o que la reina ha desnivelado el
equilibrio social en asuntos que dividen a la sociedad desde hace décadas (La Republica de Roma). Lo
que ha hecho es mostrar sus sentimientos libremente, osando contradecir el
pensamiento único que una parte de la intelectualidad ha impuesto en España. Y
es que hay cosas de las que esta bien visto ser, y de otras no. Y, como diría
Martieri, lo mismo ya es hora de que la misma laxitud que tenemos para admitir
las tonterías de los famosos y las memeces de los políticos, la tengamos para
la sensatez de quienes tienen la altura moral de la que carecen sus críticos.
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