jueves, 22 de febrero de 2007

Y llovió el cielo sobre una mujer



Nunca he tenido la virtud de manifestarme monárquico, y no considero adecuado el momento, por más que no seria sincero.
Hoy no quisiera reflexionar con vosotros sobre una princesa, sino sobre una mujer. Me mantengo al margen de la polémica sobre la vulgarización de la monarquía, que el casamiento del príncipe de Asturias con una plebeya implica. Siento desairar al señor Peñafiel, pero ya bastante poco favor se hace el mismo no colocando un candado en sus labios, para hacerle mas propaganda.

Estos días, todos los medios de comunicación se han deshecho en un respetuoso silencio alrededor de la princesa de Asturias, tras la muerte de su hermana pequeña. Un velo de complicidad se ha extendido en la elite de la comunicación, ahogando en penas la realidad, el suicidio de una mujer joven que deja desamparada a una hija, y triste y sin consuelo a una familia.
Incluso los medios que han osado tratar abiertamente el tema han sido criticados. No se muy bien si por romper ese pacto no escrito de cierre de filas en torno a la pobre princesa, o por envidia hacia quien les ha arrancado la carnaza de entre las fauces.
Pero no nos engañemos, la gente no se suicida, se la mata. El suicidio es una forma difusa, colectiva y legal de asesinato. Cuando alguien ya no puede sostener su sino, ni esconderse de las sombras que la acechan, ni soportar las maledicencias, críticas y malas intenciones envuelta en palabras, cuando ya no puede esconderse del sonrojante acoso de la risita sarcástica y el “ya, ya”, que acostumbramos, le ahorra la bala al enemigo y la pone de su bolsillo.
Un encuentro fugaz, una mirada de soslayo eran suficientes para detectar en Erika una sensibilidad, amabilidad y ternuras exquisitas. Al tiempo que receptora habitual de “Ya sabes, es la hermana de..”.
A los efectos no era la hija de nadie, era ella misma. Una mujer sencilla, trabajadora, sincera, sensible…. Y débil. Y lo mas doloroso es esta hipócrita procesión de dolor de muchos medios, sobre alguien que previamente, y con la boca en mueca, y la voz impostada, para no delatarse, ha sido criticada y manchada en publico y privado, con la sordina necesaria, para no poner en aprietos a quien lo hace. Y no me refiero solo a la difunta, sino también a su hermana. Leticia Ortiz Rocasolano, o lo que es menos importante, la Princesa de Asturias.
Y Leticia solo es una mujer. Una mujer culta, entusiasta y encorvada hacia el futuro, que se enamoro de un hombre y asumió el riesgo de vivir junto a él, abandonando su vida y su identidad, colocándose en el pim, pam pum de esta España cainita (frase de Pérez Reverte), que no tolera que el merito se imponga y las mujeres alcancen el protagonismo que reclama su valor.
Y no son frases. Frases son las que crípticamente denostan a Leticia Ortiz cada día con argumentos tan falaces como su carácter dominante, sus querellas con sus cuñadas, sus desaires al protocolo, su ambición ilimitada o no se cuantas memeces más. Frases eran las que muchos eunucos mentales vertieron sobre ella en columnas y foros en los días previos al enlace, sobre el advenimiento de la republica, el desprestigio de la monarquía, la entrada del vulgo en Palacio, su esterilidad o el estigma de su divorcio. Republicanos o monárquicos, la institución real es solo un símbolo de nuestra comunidad y nuestro futuro a fecha de hoy, llevado con dignidad y acierto por sus legítimos representantes, en el momento actual. Y la familia de la esposa del príncipe nada tiene que ver con el como se gobierna este país.
No son los vestidos de la princesa, la línea sucesoria, o el trabajo de sus hermanas nuestro problema, porque este no vive en Zarzuela, sino en Moncloa.
Pero sin embargo, y ante el regocijo de muchos su boda se tiño de lluvia. La llegada de su hija, se tiño de lluvia, y el cielo volvió a llorar con su hermana, como si por más que una casualidad, quisiera ver en ello, nuestro lado más rufián y vengativo, una premonición.

Ha muerto una mujer, cuya alma delicada no supo soportar la sombra afilada de la España más navajera. Y su familia, que la admiraba y amaba, la llora. Como tantas viudas y hermanas lloran en este país a quien la droga, la carretera, las alimañas de eta, o su simple condición de mujer arrebatan la vida. Nada más. Y nada menos.





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