Una fría mañana del otoño de 2025 los periódicos de París despertaron con un escándalo que parecía sacado de una novela: un conjunto de joyas imperiales había desaparecido, robadas a la luz del día del Louvre. Entre los rumores y el estupor público, muchos vieron en aquel robo algo más que un crimen: una metáfora del saqueo moral y político que corroía el corazón de la República. Las joyas extraviadas eran un símbolo de esplendor, de pompa, de brillo superficial… justo como su dueño, el régimen de Napoleón III (o quizás debería decir Macrón), el último emperador de Francia, que como el actual régimen se desplomó bajo el peso de sus contradicciones.
Luis Napoleón Bonaparte —más tarde Napoleón III— nació en
1808 en París, sobrino del legendario Napoleón I. Su infancia transcurrió en el
exilio tras la caída del tío y la restauración borbónica. Educado en Suiza,
Alemania e Italia, se impregnó del mito napoleónico y de las ideas románticas y
nacionalistas que recorrían Europa. Desde joven soñó con restaurar el imperio
familiar. Tras dos intentos fallidos de golpe de Estado (en Estrasburgo, 1836,
y en Boulogne, 1840), fue encarcelado en la fortaleza de Ham, donde escribió De
l’extinction du paupérisme, un ensayo social que le dio fama de reformista.
Escapó en 1846, y tras la revolución de 1848 —que derribó a Luis Felipe de
Orleans— regresó a Francia y fue elegido presidente de la Segunda República.
Pero su ambición era mayor. En diciembre de 1851 dio un
golpe de Estado, disolvió la Asamblea y se proclamó emperador un año después,
inaugurando el Segundo Imperio Francés (1852-1870). Napoleón III se presentó
como heredero de la gloria napoleónica y protector de las clases populares. Su
régimen combinó autoritarismo político con modernización económica y urbana:
impulsó los ferrocarriles, el crédito público, la industrialización y la
espectacular transformación de París bajo el barón Haussmann, que convirtió la
vieja ciudad medieval en una capital moderna de avenidas y jardines. Bajo su
gobierno, Francia prosperó, pero la prosperidad tenía una base inestable:
dependencia del crédito, desigualdades crecientes y una libertad política
severamente restringida.
El brillo del imperio —como las joyas del Louvre— ocultaba
grietas profundas. En política exterior, Napoleón III intentó emular a su tío
con gestos audaces: intervino en Crimea (1854-56), apoyó la unificación
italiana contra Austria y soñó con una proyección global en México, donde
instaló al archiduque Maximiliano como emperador (1864). Aquella aventura
mexicana acabó en desastre: Maximiliano fue fusilado en 1867, y Francia perdió
prestigio y recursos. En Europa, la aparición de una nueva potencia —Prusia,
dirigida por Otto von Bismarck— cambió el equilibrio. Napoleón III subestimó al
canciller prusiano, creyendo que podría frenar su influencia y mantener el
liderazgo francés. Fue su error fatal.
La guerra franco-prusiana de 1870 selló su destino. Engañado
por Bismarck y presionado por la opinión pública, Napoleón declaró la guerra
esperando una victoria rápida. El ejército francés, mal preparado, fue
derrotado estrepitosamente. El 2 de septiembre de 1870, en Sedán, el emperador
fue capturado junto a 100 000 soldados. Días después, París proclamó la Tercera
República. Napoleón III fue exiliado a Inglaterra, donde murió en 1873, enfermo
y derrotado, recordando quizá cómo el brillo de su imperio se había desvanecido
como las joyas robadas del Louvre: hermoso en apariencia, pero vacío de
sustancia.
El fracaso de Napoleón III no fue sólo militar. Fue el
colapso de una ilusión política: la creencia de que era posible conciliar el
autoritarismo con la libertad, el nacionalismo con la paz, el esplendor
exterior con la justicia social. Su régimen apostó por la modernidad, pero sin
democratización; por el desarrollo económico, pero sin redistribución; por la
gloria nacional, pero sin prudencia diplomática. Así, cuando los pilares
económicos y diplomáticos se tambalearon, el edificio entero se vino abajo.
El robo en el Louvre, entonces, puede leerse como un eco
simbólico: el reflejo de un poder que había perdido su legitimidad, que ya no
custodiaba ni sus tesoros ni sus ideales. La Francia de Napoleón III había
querido brillar como el diamante imperial, pero terminó como su joyero vacío,
recordando que todo esplendor sin fundamento termina siendo fugaz. Como hoy la
República.
Fuentes
Price, Roger. The French Second Empire: An Anatomy of
Political Power. Cambridge University Press, 2001.
Plessis, Alain. The Rise and Fall of the Second Empire,
1852–1871. Cambridge University Press, 1985.
Pinkney, David H. Napoleon III and the Rebuilding of Paris.
Princeton University Press, 1958.
Furet, François & Ozouf, Mona. Diccionario crítico de la
Revolución Francesa. Alianza Editorial, 1989.
“The Fall of Napoleon III.” Encyclopaedia Britannica,
consultado en línea (2024).
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