jueves, 9 de mayo de 2019

La decimatio de Alfredo



De todos nuestros entrevistados en estos 18 años, uno de los personajes más queridos por nuestra redacción ha sido Alfredo Pérez Rubalcaba, cántabro entregado a la cosa pública de manera hábil y generosa.
Aunque en ocasiones un ambiente repleto de gente llama nuestra atención, y la noticia suele estar en las masas y en las grandes concentraciones, allá con bandera blanca, acá con piedra y pasamontañas, lo cierto es que nada causa tanto desasosiego como el vacío, como la soledad. Y dentro de este, el de una silla, banco o taburete, presto a ser ocupado, pero limpio de vida.

Y es que, una naturaleza vacía no lo es tanto, pues contiene aire, luz, y hasta sosiego. Pero la silla, la silla carece de vida propia sin cuerpo que la habite, aunque aun así declame que algo queda fuera de control, que alguien esta ausente, que quien debería estar de frente, quizá no esté en ninguna parte.
Y esa es la crónica de una semana en la que una gran silla de nuestra política, la de Alfredo Pérez Rubalcaba, parece vacía.
Pese a la leyenda negra que el PP siempre extendió sobre él, como hombre maquinador, maquiavélico, felón y capaz de todo medio para controlar el poder. El Rubalcaba que nosotros conocimos (en varias ocasiones) era un hombre prudente, sencillo, amable, racional, con una gran capacidad de gestión y un apabullante sentido de estado. “Es un hombre que se hace querer y que siempre defiende la verdad”, nos contaba uno de sus guardaespaldas, la primera vez que tuvimos el placer de charlar con él, más de la vida, que de la política.

Un año nos costó entrevistar al entonces vicepresidente del gobierno y futuro secretario general Alfredo Pérez Rubalcaba. Las negociaciones las llevó Charo Bedia, una profesora muy vinculada al mundo del baloncesto lo que le permitió contactar con el alcalde de Fuenlabrada, gran amigo de Rubalcaba y de Manolo Gómez su marido, unidos por el deporte de la canasta. Finalmente, en mayo de 2011 surgió la oportunidad. Rubalcaba llegaba a Cantabria a dar un mitin. Solo tenia 15 minutos en el aeropuerto mientras esperaba su vuelo. El equipo más grande de enredados (9 personas), convivieron aquella mañana con un líder histórico.
Cinco años más tarde, ya fuera de la política e inmerso en su gran pasión, la educación nos volvió a recibir en su despacho de Madrid, para hablar de eso, de educación y, también, de las miserias de la política. Él, que había dedicado su vida, pese a una enfermedad impenitente, a la gestión pública a la vida entregada a los ciudadanos, nunca llevó bien las críticas, por más que estas fueron crueles, personales y hacia su familia. Que sus sobrinas soportaran chanzas por su tío en el colegio nunca fue algo que soportara. Él curtido en el debate político y en la refriega parlamentaria era frágil, vulnerable cuando se atacaba a los suyos. Sin motivo que él entendiese. Aquella primara mañana lo vimos en sus ojos, en su delgadez, en su inapetencia, pese al refrigerio que le habían preparado en el aeropuerto y que nos ofreció, en una muestra más de generosidad.
Pero pocos la tuvieron con él. Ni cuando era pieza clave de los gobiernos de González y Zapatero, ni cuando se echo un partido resquebrajado y le tripuló en su primera travesía del desierto, cuando lo más cómodo era abandonar una nave moribunda tras los errores de Zapatero.

Hoy todos hacen reseñas sobre su vida y exaltan sus virtudes. Que pena que esas hemorragias de exaltación a su figura no las hayan tenido quienes hoy le loan.

Mientras oía estos días hablar de Alfredo Pérez Rubalcaba, me han venido a la mente las crónicas de Plutarco sobre las campañas de Craso. Un avezado general romano de la época republicana, más conocido por su avidez de poder y su habilidad política, que por su capacidad de estratega y su fortuna, que eran amplias, en ambos casos. Cuenta el historiador romano, que tras la derrota de sus legiones en Mimio, ante las hordas de esclavos de Espartaco, y viendo peligrar su estrella ascendente ante el senado, decidió un escarmiento a sus tropas. Un escarmiento tal que no se atrevieran a volver nunca más la espalda a su enemigo, temiendo menos a este que a quien les mandaba. Aplicó para ello la decimatio, un terrible castigo por el que los generales romanos dividían a sus legiones en grupos de diez, eligiendo por sorteo a uno de cada diez, que asumiría en su carne el castigo del colectivo. Elegida la victima, sus compañeros debían dar muerte al décimo con palos y piedras, en un sanguinario castigo, sin honor, rapidez ni piedad, que podía durar horas.

Craso pensó, como muchos gobernantes de su tiempo, que la acción ablandaría voluntades y calmaría ánimos. Apiano, sin embargo, nunca tuvo claro si tal medida conseguiría los fines previstos. Seis siglos después, el Strategikon del bizantino Mauricio advertía que tales medidas bien podían servir, más que para la fidelidad por el terror, para minar el espíritu social, la unión entre convecinos, y la confianza en los mandos que, llegado el caso, bien podrían subordinar a sus subordinados al interés de sus fines.

Hoy, varios siglos después, Sánchez, y sus fieles aplicaron la misma técnica para depurar voluntades y eliminar rivales, tras su épica supervivencia.
Hoy todos le apoyan y le desean suerte en su lucha más importante, aunque en lo que subyace a la realidad suenan las duras palabras de Apiano “duros tiempos en los que la venganza sustituye a la inteligencia”.


Imagen el confidencial.com



Este artículo se publicará en la edición nacional de El País de los estudiantes. Adelantamos la publicación en nuestro blog por interés periodístico

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