De todos
nuestros entrevistados en estos 18 años, uno de los personajes más queridos por
nuestra redacción ha sido Alfredo Pérez Rubalcaba, cántabro entregado a la cosa
pública de manera hábil y generosa.
Aunque en
ocasiones un ambiente repleto de gente llama nuestra atención, y la noticia
suele estar en las masas y en las grandes concentraciones, allá con bandera
blanca, acá con piedra y pasamontañas, lo cierto es que nada causa tanto
desasosiego como el vacío, como la soledad. Y dentro de este, el de una silla,
banco o taburete, presto a ser ocupado, pero limpio de vida.
Y es que,
una naturaleza vacía no lo es tanto, pues contiene aire, luz, y hasta sosiego.
Pero la silla, la silla carece de vida propia sin cuerpo que la habite, aunque
aun así declame que algo queda fuera de control, que alguien esta ausente, que
quien debería estar de frente, quizá no esté en ninguna parte.
Y esa es la
crónica de una semana en la que una gran silla de nuestra política, la de
Alfredo Pérez Rubalcaba, parece vacía.
Pese a la
leyenda negra que el PP siempre extendió sobre él, como hombre maquinador,
maquiavélico, felón y capaz de todo medio para controlar el poder. El Rubalcaba
que nosotros conocimos (en varias ocasiones) era un hombre prudente, sencillo,
amable, racional, con una gran capacidad de gestión y un apabullante sentido de
estado. “Es un hombre que se hace querer y que siempre defiende la verdad”, nos
contaba uno de sus guardaespaldas, la primera vez que tuvimos el placer de
charlar con él, más de la vida, que de la política.
Un año nos costó
entrevistar al entonces vicepresidente del gobierno y futuro secretario general
Alfredo Pérez Rubalcaba. Las negociaciones las llevó Charo Bedia, una profesora
muy vinculada al mundo del baloncesto lo que le permitió contactar con el
alcalde de Fuenlabrada, gran amigo de Rubalcaba y de Manolo Gómez su marido,
unidos por el deporte de la canasta. Finalmente, en mayo de 2011 surgió la
oportunidad. Rubalcaba llegaba a Cantabria a dar un mitin. Solo tenia 15
minutos en el aeropuerto mientras esperaba su vuelo. El equipo más grande de
enredados (9 personas), convivieron aquella mañana con un líder histórico.
Cinco años
más tarde, ya fuera de la política e inmerso en su gran pasión, la educación
nos volvió a recibir en su despacho de Madrid, para hablar de eso, de educación
y, también, de las miserias de la política. Él, que había dedicado su vida,
pese a una enfermedad impenitente, a la gestión pública a la vida entregada a
los ciudadanos, nunca llevó bien las críticas, por más que estas fueron
crueles, personales y hacia su familia. Que sus sobrinas soportaran chanzas por
su tío en el colegio nunca fue algo que soportara. Él curtido en el debate
político y en la refriega parlamentaria era frágil, vulnerable cuando se
atacaba a los suyos. Sin motivo que él entendiese. Aquella primara mañana lo
vimos en sus ojos, en su delgadez, en su inapetencia, pese al refrigerio que le
habían preparado en el aeropuerto y que nos ofreció, en una muestra más de
generosidad.
Pero pocos
la tuvieron con él. Ni cuando era pieza clave de los gobiernos de González y
Zapatero, ni cuando se echo un partido resquebrajado y le tripuló en su primera
travesía del desierto, cuando lo más cómodo era abandonar una nave moribunda
tras los errores de Zapatero.
Hoy todos
hacen reseñas sobre su vida y exaltan sus virtudes. Que pena que esas
hemorragias de exaltación a su figura no las hayan tenido quienes hoy le loan.
Mientras
oía estos días hablar de Alfredo Pérez Rubalcaba, me han venido a la mente las
crónicas de Plutarco sobre las campañas de Craso. Un avezado general romano de
la época republicana, más conocido por su avidez de poder y su habilidad
política, que por su capacidad de estratega y su fortuna, que eran amplias, en
ambos casos. Cuenta el historiador romano, que tras la derrota de sus legiones en
Mimio, ante las hordas de esclavos de Espartaco, y viendo peligrar su estrella
ascendente ante el senado, decidió un escarmiento a sus tropas. Un escarmiento
tal que no se atrevieran a volver nunca más la espalda a su enemigo, temiendo
menos a este que a quien les mandaba. Aplicó para ello la decimatio, un
terrible castigo por el que los generales romanos dividían a sus legiones en
grupos de diez, eligiendo por sorteo a uno de cada diez, que asumiría en su
carne el castigo del colectivo. Elegida la victima, sus compañeros debían dar
muerte al décimo con palos y piedras, en un sanguinario castigo, sin honor,
rapidez ni piedad, que podía durar horas.
Craso
pensó, como muchos gobernantes de su tiempo, que la acción ablandaría
voluntades y calmaría ánimos. Apiano, sin embargo, nunca tuvo claro si tal
medida conseguiría los fines previstos. Seis siglos después, el Strategikon del
bizantino Mauricio advertía que tales medidas bien podían servir, más que para
la fidelidad por el terror, para minar el espíritu social, la unión entre
convecinos, y la confianza en los mandos que, llegado el caso, bien podrían
subordinar a sus subordinados al interés de sus fines.
Hoy, varios
siglos después, Sánchez, y sus fieles aplicaron la misma técnica para depurar
voluntades y eliminar rivales, tras su épica supervivencia.
Hoy todos
le apoyan y le desean suerte en su lucha más importante, aunque en lo que
subyace a la realidad suenan las duras palabras de Apiano “duros tiempos en los
que la venganza sustituye a la inteligencia”.
Imagen el confidencial.com
Este artículo se publicará en la edición nacional de El País de los estudiantes. Adelantamos la publicación en nuestro blog por interés periodístico
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