Los caminos
de la moda son inescrutables y , a veces, de difícil entendimiento. Bien es
cierto que la libertad de uso de los elementos textiles debe ser objeto
permanente de respeto, aunque en algunas ocasiones tal es difícil, ante lo
hiriente para la vista de ciertas combinaciones de colores, texturas y paños,
que no hay más que ver la imagen. Y esto viene a cuento de que es propio del
verano una tendencia innata del hombre (la mujer menos) a la desinhibición
total, aunque claro, según el ambiente.
Así, un
hombre de vacaciones, fuera de su corral, puede ponerse encima de su grácil
cuerpo lo más insospechado, pero en cuanto vuelve a su territorio, allí donde
es reconocido, regresa al redil del convencionalismo más auténtico, aunque ello
implique la deshidratación. De esta forma la pantufla, el short carrefour de
colorines y la camiseta versión Tony Manero sin mangas, y nunca a juego con el
resto, da paso a una clásica combinación, más acorde con el que dirán.
Solo un
territorio se sustrae a esta regla, la playa. Allí, sobre un mar de arena, en
un bosque de sombrillas, y bajo el hedor a coco de las cremas solares, todo
esta permitido. Es más, la vestimenta, totalmente anárquica generalmente, ha
servido siempre para diferenciar las tribus a las que los distintos individuos
que caían en la playa pertenecían.
Tanga
masculino minúsculo para los franceses y afiliados, bikini de pecho desbordado
para guays tatoos, pantalón tobillero floreado para ligón de barrio…Pero
siempre había sido un elemento más de sana armonía en los arenales.
Cuando era
pequeño, y mi padre me llevaba asido a mis redeños y calderos, algún coscorrón
me lleve por reírme del atuendo de algún vecino de toalla, o por dejar caer una
cáscara de pipa al suelo, o por no obedecer escrupulosamente las indicaciones
de los de la Cruz Roja.
Ir a la playa era para mi padre entrar en un santuario, donde la felicidad era
completa, y el respeto al medio y sus inquilinos era norma sagrada.
Había días
en que pisaba la arena de Oyambre, Merón o Comillas a las 9 de la mañana, y
hasta cenábamos allí, a eso de las 10, nadando, jugando a las palas, charlando
de la vida o haciendo hoyos, y sin que nada pareciera extraño, ni fuera de
moda.
Hoy Román,
el hombre de la foto, no vive la playa como hace tiempo, pasea por el litoral
de tal guisa, porque así lo ha hecho siempre, pero quien le mira tiene a veces
otros ojos.
En muchas
playas ya no existen los fornidos universitarios que con una cruz roja en el
pecho animaban las conversaciones de las niñas y les hacían soñar en los
atardeceres con un ligue de verano. Ahora unos chavalucos de na, disfrazados de
amarillo, van a su bola en algunas playas y se dicen socorristas, todo el día
metidos en la caseta, ligando con la piba que les acompaña, que a veces es más
el público, que el actor.
Ahora en
las playas, al caer el sol, hay más mierda que arena, porque los cubos están
muy lejos. Ahora los niños y sus padres esquilman las rocas en busca de
cangrejos, por el simple placer de matar. Ahora, bandas de macarras marcan
amplios territorios de donde te echan a balonazos, o empujados por un ruido
insoportable o para evitar que una ola de arena inunde el metro donde yacen tus
cosas.
Ahora,
gente que desconoce el mar y la religiosa admiración que debe infundirnos,
ejerce fuerza y dominio al tocar la arena, y se permite chanzas, risas y burlas
a quienes como Román, no llevan tatuada su ropa de nombres australianos o
californianos.
Hay incluso
quienes convierten el día de playa en una competición, una demostración de
hombría, mediante la obtención de un aparcamiento, de más metros de playa o de
mayor fulgor a través de sus modelitos. Y para evitar el conflicto, que el mar
invita al relax, y no a la pelea, hemos de irnos cada vez más lejos, más alto y
mas fuerte, en una olimpiada, especialmente los domingos, que nos arrastra a
trozos de costas furtivos, donde disfrutar del mar en paz, lejos de esa segunda
ciudad en que se han convertido nuestras playas.
Es cierto
que Román no va a la moda, y su figura llama a la sonrisa. Y es que la
libertad, la personalidad y el gusto por convivir en paz no están de moda. Ni
en las playas.
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