Tanto se ha
dicho de Jobs estas semanas, con motivo de enésima loa cinematográfica que
huelga añadir más, relatar más o ensalzar más. Es uno de los riesgos que
cometemos en los obituarios, los excesos. Y conste que los valores de este
Edison contemporáneo están fuera de toda duda, pero la exclusividad en la
atribución de las virtudes de las personas es peligrosa, es injusta.
Jobs pasará
a la historia como un visionario, no como un simple “cool hunter”, un caza
tendencias que buscaba la manera de satisfacer los deseos inconscientes de la
gente, satisfaciéndolos a cualquier precio, con tal de ganar dinero.
Probablemente fue un soñador, un mainstreamers, como decía María Izquierdo la
semana pasada. Alguien que abrió caminos e innovó, ofreciendo a la gente, a
través de la tecnología, nuevas formas de concebir el mundo en el que vive.
Pero todo
tiene matices. Jobs nos deja una visión del emprendedor muy cercana a la visión
de la vida del capitalismo moderno. La de esas figuras empresariales (porque no
olvidemos que hablamos de un empresario, no de un científico, ni de un
revolucionario) que por encima de capital, conocimiento tecnológico o dominio
de los mercados son capaces de no hacer nada, y construir todo. De intuir, y
una vez hecho rodearse de un equipo capaz de convertir en realidad sus
intuiciones, ideas y sueños. Y esa capacidad armonizadora, incentivadora, esa
habilidad constructiva sobre el factor humano es su gran contribución
económica. Aunque, no lo olvidemos, estuviera, como en este caso, recubierta de
una capacidad, no menos destacada para la competencia agresiva. Por debajo de
esa mirada de niño pequeño, plena de ternura, que se escapo en Toy Story, en
sus tiempos de Pixar, latía un tiburón empresarial, capaz de arrasar con la
dignidad y entereza de sus subordinados, si estos con alcanzaban el medio para
transformar su idealidad, en viabilidad, y ese es un rasgo del capitalismo
moderno que no debemos olvidar, más que nada para no caer en engaños, y mucho
menos, ahora que estamos formándonos, en mimetismos. Es parte de la injusticia
de la vida, en todos los equipos hay un capitán, y solo su nombre es recordado.
Y sus meritos son muchos, seguro. Pero sin su equipo, un capitán no es nada.
Nada, sin cada uno de esos genios discretos que le arropan.
La negativa
sistemática a universalizar sus productos y tender a una cierta standarización
de elementos tecnológicos de uso común (outputs en los gadgets, adaptadores,
reproductores de flash) nos son aspectos menores. Bien es cierto que su
concepción del software combinaba un radical encapsulamiento de la arquitectura
de sus aparatos, con la puerta abierta a los desarrolladores, pero hablamos del
mundo Apple, no lo olvidemos, un mundo hostil y cerrado a la otra parte de la
humanidad, el del pc.
Es cuestión
de admirarle, pero tampoco de idolatrarle. Entre otras razones porque no parece
sensato adorar a un inventor de maquinas que predicaba que la razón de estas
era la libertad del hombre y el desarrollo de sus capacidades racionales.
Con todo,
me fascina esa humanidad desbordante y fiera, que el famoso discurso de
Stanford nos ha dejado de Jobs. Esa concepción de que la muerte es necesaria
para renovar la vida, me quedo con una frase que desde hace años me ha
influido. “Que cuando te acuestes cada noche no pienses en todo el dinero que
has ganado, sino en todas las cosas maravillosas que has hecho”. Cosas
maravillosas, como una manzana, en la que Jobs era la piel, la que cubre y
protege a una infinidad de células indispensables.
Reivindiquemos
el valor de los equipos, no solo de sus líderes. Eso es innovación.
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