Las
decisiones de los servidores públicos son como las que toman los médicos,
levantan grandes pasiones entre el respetable, porque a menudo desatan una
sucesión incontrolada de efectos en nuestras sociedades y nuestros cuerpos y,
ya se sabe, nada provoca más vértigo en un humano que precipitarse a lo
desconocido.
Eso es lo
que ha provocado el responsable de las relaciones institucionales de Bruselas,
el belga Jean Mari Pire cuando hace tres días decidió arrancar, en plena calle,
el velo que cubría a una mujer musulmana que, junto a su séquito, cometió la
osadía de preguntar a este celoso funcionario, por una dirección, en la capital
europea.
Lo curioso,
y que ha dado trascendencia al hecho, es que en su afán legalista, Pire no solo
arrancó a la princesa catarí (que eso resultó al final) el velo, sino también
parte de su oreja, en donde estaba prendida la tela.
Con su
frialdad nórdica, las autoridades belgas han actuado de manera salomónica,
multa para la princesa (en Bélgica esta prohibido el niqab) y apertura de
juicio al preboste, por agresión a una mujer.
Lo más
llamativo, a mi entender, no ha sido, con todo, la acción de Piré, sino la de
la prensa, que ha dejado la noticia aparcada en zonas poco leidas de los
medios, a modo de reseña de agencias, sin pasión, sin análisis y con cierta
condescendencia hacia el europeo.
Entiendo
que hay un elemento corporativo presente en la acción toda sociedad, como de
protección de sus usos y costumbres, una cierta condescendencia hacia quienes
componen la administración en sus relaciones con los extranjeros (lo vemos en
Ceuta y Melilla), como comprendiendo que sus faltas o excesos son parte del
precio para que nos mantengan aislados de toda contaminación cultural, de todo
lo desconocido.
Pero una
sociedad, y sus medios de comunicación, deben volcar su esfuerzo en defender el
bien común, el proyecto que toda la sociedad considera ejemplar y necesario, no
en tapar las vergüenzas de quienes sirven a ese fin. Salvo que esos
trabajadores, como Piré, sean indispensables como cortafuegos para que las
llamas no nos afecten.
Las
instituciones están regidas por personas, que acceden a tales cargos tras no
solo una especial preparación que permita la correcta ejecución de la tarea
encomendada, sino tras la comprobación, y esa es la labor de los tribunales de
pruebas y meritos, de su capacidad para tomar decisiones racionalmente
meditadas y ajustadas al deseo ético y la finalidad de preservación de las sociedades. Concluimos
que quienes nos gobiernan y sirven, acumulan toda esa suerte de virtudes, y eso
les confiere una autoridad que, de buena fe, admitimos, aun cuando no quede
reflejado en un documento legal, en una ley. Pero, por si acaso, no esta de
más, tanto para protegernos nosotros del error y la arbitrariedad, como ellos del
ataque malintencionado de quienes buscan conculcar la ley y su espíritu en base
a criterios tan solo formalistas, que todo ello quede reflejado en una ley.
Del suceso
se deduce que en este caso la ley esta siendo suplida por la buena voluntad, el
sentido común y la fe en los valores personales de los individuos, algo muy
arriesgado, pues es tanto como colocar el funcionamiento de nuestras sociedades
al albur de estados de ánimo, convicciones personales, no necesariamente unidas
a las grupales e impulsos varios y humanos al fin.
Como este
tipo de incidentes no son aislados en calles, colegios y demás espacios
públicos, es evidente, que hay un vacío en nuestro procedimiento
jurisdiccional, o al menos una contradicción entre lo que la ley no regula,
porque antes era un supuesto imposible (que una mujer tuviera un papel activo
en un tribunal, y encima no fuera judeo cristiana), y lo que los jueces
interpretan, a titulo personal, como correcto. Asunto este muy relevante, pues
en algunos casos ha privado a niños de ser escolarizados o a acusados de ser
defendido por quien él quería, lo que perjudica su legítimo derecho de defensa
(ocurrio un caso similar con el juez Bermudez en el juicio por el 11m)
Dicho eso,
tampoco parece razonable la reacción airada de la princesa, que ha enfundado el
incidente en un velo de racismo e intolerancia religiosa. Mucho suponer es eso,
aunque podría ser el motivo. Se atribuye a Pire una actitud chulesca y algo
alcoholizada.
Tenemos,
como buenos europeos una tendencia muy acusada a la dramatización, que ya se
ve, contagia hasta a los que nos llegan de fuera. No siempre las acciones que
llevamos a cabo están impulsadas por oscuros sentimientos antisociales de
racismo, intolerancia y fobia a lo distinto. Puede que tal frase no se haya
dicho, o puede que si, pero sin convicción, motivada en una situación de
tensión, en cuyo seria poco disculpable, pero entendible. Con todo, el fondo
del asunto contempla dos lados más.
Lo diga la
ley o no, en cuyo caso hay que reformarla, la ley debe ser laica, ajena todo
espíritu de partido, creencia o costumbre, y a la vez imbuida, no ajena, por
todos. Es la forma que tenemos, la única, de preservar nuestra diversidad,
evitar, aunque sea en forma, la preeminencia de unos sobre otros, siendo lo
común en este caso, justicia igual de partida igual para todos. Ese es nuestro
valor como sociedad, el de la diferencia. Una diferencia que debe ser sagrada
en el ámbito de lo privado, respetada y tolerada en la manifestación pública de
los individuos, siempre y cuando no coarte el derecho a la diferencia de los
demás, pero uniformizadora, cuando los organismos que la protegen actúan,
porque nuestras creencias son distintas, pero nuestros derechos son los mismos.
La princesa
debería comprender que su velo, o el crucifijo de otros, dentro de un espacio
del estado solo sirve para transmitir un predominio, señalando a quien no lo
comparte como un extranjero, como alguien distinto, pero en un plano de
inferioridad, y eso es inadmisible en nuestras sociedades.
No podemos
caer, sin embargo, en simplismos que solo sirven para demostrar nuestra
hipocresía moral. Eso de que gente como la princesa reclama aquí los derechos
que no osarían ni mentar en un país islámico es una sandez. Estamos aquí, no
allí. Pero si que nos debe llevar a una última reflexión. Los símbolos son solo
la traslación física de un convencimiento, y ese fuero interno, esa convicción,
puede ser un velo más opresivo que el que se porta y ve. Un tocado marcado por
una moda estética puede que este exento de malicia o riesgo. Cuando una monja
católica se coloca una toga, quizá veamos una mujer con la cabeza tapada, como
cualquier magrebí, pero lo que alimenta ese gesto es un compromiso con Dios, y
a través de él, la entrega como hermana, en humilde igualdad, a toda una
sociedad. Cuando alguien de la procedencia de la princesa cubre su cabeza, lo
que subyace, casi siempre, es la aceptación de la sumisión a un hombre, y por
extensión al conjunto de ellos. Nuestro mayor reto no es reñir a Pire (lesiones
auditivas a parte) por como trata los velos que se muestran a sus ojos, sino a
ayudar a la princesa a que destruya los que se ocultan a los de todos.
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