En los
últimos tiempos las comparecencias del Rey, casi siempre en boca de sus
médicos, se habían convertido en una rutina anodina y de relleno, dentro del
melifluo protocolo de nuestra democracia. Hoy el Rey ha transformado su mensaje
en la apertura de una puerta a lo desconocido, por más que sepamos lo que va a
ocurrir.
Esta vez el
Rey no ha dado su versión (casi siempre complaciente) sobre la acción del
gobierno, los recortes de rigor, el protagonismo de su familia en el saqueo de
las arcas públicas, nuestro papel internacional de comparsa (de la que él ha
sido siempre uno de los pocos esforzados en mejorar ese papel). No. Esta vez el
Rey ha decidido dejar de luchar contra los elementos (muchos creados por él) y
dar paso a un relevo generacional. Caras nuevas, ideas nuevas, formas de hacer
nuevas. Con el mismo sistema, la gran crítica que hoy se repite. Y es que para
muchos, el descrédito de la institución monárquica es tan profundo, y su
complicidad con un sistema político caduco, tan grande, que, sin llegar a los
extremos, aun, de la España
de 1930, son muchas las voces que reclaman aprovechar el momento para una
revisión a fondo de nuestra arquitectura constitucional, para replantearse el
sistema. Algo lícito en una democracia. Pero en este país, ya se sabe, solo
toca votar cuando te mandan, y para lo que te mandan. Aunque luego con tu voto
el poder disponga lo que considere pertinente, aunque no esté en su programa.
Con todo,
pese al morbo que estas situaciones despierta y pese a las ansias republicanas
(siempre al quite por más que las urnas den de lado a los partidos que lo
defienden) los especiales televisivos de hoy (según un avance de los estudios
de medios) no han sido los más vistos de
la tele. Hasta ese nivel de hastío hemos llegado.
Salud y
edad al margen, la decisión revela que el procesamiento de Iñaki Urdangarín, y
la forma en que este caso afecte a la corona, es un problema más serio de lo
que parece. Máxime en un momento en que todo el sistema esta cuestionado. Los
partidos, las autonomías, la organización provincial y los poderes del estado
en funciones (Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder judicial..).
En estos
momentos económicos, en los que tanta gente tiene necesidades, esta debilidad
de las instituciones es lo último que necesitábamos.
Parte del
problema viene de nuestra peculiar transición. Oprimidos en unas circunstancias
extremas de paro, reconversión industrial, golpismo y terrorismo, los
legisladores constituyentes construyeron el edificio de nuestras actuales
libertades, pero con decenas de flecos, de problemas aparcados. Tantos que ya
no nos caben debajo de la alfombra. Uno de ellos, y no menor, es la monarquía.
La derecha española es mayoritariamente no monárquica. Quedó claro en las
cortes de la Segunda
República , y antes en la crisis de Isabel II y de Alfonso
XIII. La izquierda es públicamente republicana. Muchos con poca convicción, sin
saber que significa eso y, en muchos casos, defendiendo una mera pose estética
de oposición ante una familia de privilegiados. Pero son públicamente
republicanos, eso es lo que cuenta.
El resultado
es una simpatía transitoria hacia la figura de Juan Carlos, y una actitud de
respeto reverencial e irracional hacia la corona, más basado en el miedo por el
que pasará sin ella, o a la necesidad de agradecer los favores prestados al
país, que por una convicción. Pero el cuestionamiento está ahí. Y es difícil
que un país sobreviva ante tamaño cuestionamiento.
Otra cosa
es nuestra capacidad para juzgar a todos por igual. Dos presidentes navarros
tuvieron que dimitir por corrupción (Urralburu y Otano), dos están hoy en día
imputados (Camps y Matas) y dos mil cargos públicos están acusados y procesados
en todo el país (ministros, subsecretarios, consejeros, presidentes
autonómicos, alcaldes y hasta concejales). Pero nadie se plantea por ello
acabar con ayuntamientos, provincias o autonomías. Como nadie lo hizo en Israel
(acabar con la republica) porque su presidente fuera condenado por robo y
violación.
Es cierto
que el rey cometió un error. Que, como jefe de estado, cuando tuvo conocimiento
de las irregularidades de Urdangarín en 2005, debió intervenir de manera
oficial, no privadamente, mediante un asesor e instándole a poner pies en
polvorosa, porque tras él la trama siguió, y aunque Urdangarín abandonó el
instituto Noos, los efectos negativos sobre las arcas públicas siguieron. Es
cierto que el rey, ante un caso de corrupción palmario antepuso sus lealtades
familiares a sus deberes públicos. Es cierto. Pero él, concretamente, no ha
robado nada, no ha corrompido a nadie, que sepamos, ni ha sido incapaz y
negligente en sus obligaciones, en estos años, como si lo han sido decenas de
nuestros gobernantes.
También en
esto tiene bemoles que con los problemas que tiene nuestro país, el jefe del
estado sea el único que dimite. Bueno y Rubalcaba, pero ese no cuenta
Es cierto
que es un hombre preso del paso del tiempo y de sus errores, de la relajación
de un sistema que tras los grandes logros de la Transición se relajó y
se pudrió. Pero no solo por él. Pese a ese aire caduco y viciado de la
institución que representa, siento en mi ser que le debo algo. Siento que, a
poco que releo algo de historia, hoy escribo esto porque él, y los que le
arroparon, lograron para mí la libertad de la disfruto. Siento que no fue solo
su mérito, es cierto, pero si que fue suyo el mérito de liderar a un pueblo,
enconado y dividido, ajado por décadas de odio, en el camino para ser una
nación libre, digna y justa.
Hoy en
medio del derrumbe lento de nuestro sistema, se nos olvida, como suele ser
costumbre nuestra historia. Somos rápidos y ágiles en la crítica, pero en
ocasiones cicateros con los agradecimientos, y tacaños con quienes nos han
aportado tanto, no solo errores.
Tienen
razón los que dicen que no estamos solo ante una crisis económica, sino moral y
política. Tiene razón los que dicen que nuestro régimen constitucional exige
una revisión rápida y profunda, antes que se derrumbe. Necesitamos una reforma
a fondo de nuestra estructura de poder y financiera, de nuestro modelo
territorial, de nuestro sistema de justicia social y un saneamiento profundo de
nuestra dirigencia política. Pero también precisamos estabilidad y concordia, y
el rey ha sido parte de ella.
No se si
será correcto decir esto, pero vivo en un país en el que puedo decirlo. Gracias
Juan Carlos, tu pasado ha sido mi libertad. Suerte Felipe, en tu acierto está
mi futuro.
Imagen
Clarín
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