Decía Víctor Hugo que la última palabra la tenían los políticos, y la primera los ciudadanos. Este fin de semana hemos podido ver a través de los medios de comunicación, y los más perseverantes en directo, un nuevo capítulo de la serie “Como hacer el ridículo en blanco y verde”. Un espectáculo triste y costoso que alimentamos los ciudadanos desde hace años. Que la vida no se reduce a lo tangible, y que el cultivo del arte, la cultura, los sentimientos y la belleza son imprescindibles para la vida humana, esta fuera de toda duda.
Pero ese tipo de pensamientos nunca pueden ser la coartada para que un grupo de desalmados vivan a costa de los demás con plena desfachatez y sin rubor. Desde que el Racing de Santander se convirtió en Sociedad Anónima deportiva, esto es, no en patrimonio cultural de una ciudad y su región, sino en empresa privada, la fauna que ha poblado la dirección de esa empresa es más propia de una película de la saga “Alien”, por su inmoralidad, por su capacidad para reírse de los demás y por su facilidad para aprovecharse de los recursos de toda la sociedad.
En el último episodio, impagos de tributos y uso fraudulento de los recursos públicos incluidos, hay que contar los destrozos en el mobiliario de la UC producidos el domingo.
A mi, personalmente, no me vale apelar al espíritu racinguista, ni a los colores del club ni a ninguna emotividad similar. En ocasiones las personas nos dejamos llevar por sentimientos que, realidad, solo son debilidades aprovechadas por desaprensivos capaces de hacer caja con la buena fe y los sentimientos de la gente, esa que, en realidad, nos representa. Como cántabro, me siento orgulloso de la sociedad en la que vivo, de nuestros logros colectivos y de la capacidad común para crecer y hacer que todos proporcionemos a todos la posibilidad de ser felices. No me siento representado por una bandera, por un collado o por la camiseta de una empresa que, para más inri, no siente nada por mi y me desvalija en cuanto tiene ocasión. Los deportes colectivos generan emociones que nos proporcionan satisfacción. La simpatía hacia los deportistas que nos hacen disfrutar y sentir orgullo es muy loable, en tanto en cuanto es el ejemplo de gentes como yo, cercanas a mi, que representan todo lo bueno que hemos sido capaces de crear como grupo, personas plenas de valores, tales como la responsabilidad, el esfuerzo, el sacrificio o el afán de superación. Pero me temo que no es el caso.
Igual no esta de más recordar que el Racing es una empresa que, desde hace mucho, solo sirve a los intereses de un grupo de personas que han convertido en profesión el cobro de subvenciones, el uso de los derechos generados por las ligas profesionales, el beneficio basado en la reducción de costes al no pagar a nadie y el vaciamiento de los fondos de la empresa a través de operaciones mercantiles, dejémoslo así, de dudosa defensa, tales como fichajes de jugadores, pagos a representantes o creación de empresas fantasma (caso del Racing Primavera por no revolver más). ¿Y por ese tipo de empresa hay gente cabreada, llorando y llenando tertulias y páginas de periódico?. Tengamos un poco de sensatez.
Hemos de reconocer que el Racing está muerto y que se arrastrará, y con él el nombre de su ciudad, mientras quede en caja algún dinero de la liga, las subvenciones o los patrocinadores que manejar.
El deporte hace tiempo que dejó de ser esa cuna de valores y ejemplo social que fue antaño. Hoy, hasta en juveniles hay gente que lo usa como un trampolín personal o como un teatrillo donde jugar a ser dios. Es cierto que queda mucha gente noble formando niños y niñas por cada esquina. Tan cierto como que a esos pocos hacen caso, y mucho menos los poderes públicos. Pero claro, apoyar a un grupo de chavales que hacen bolos, baloncesto o remo, un domingo a las 9 de la mañana, lloviendo, en un patio de colegio por ahí perdido, o una playa medio oculta, no da publicidad ni beneficio.
Y ahí es a donde deberíamos mirar los cántabros, no al esperpento del Racing. Desde los tiempos de Piterman y compañía en el Racing, hasta la historia actual del indio buscado por la interpol, pasando por los tiempos de Ciriaco en el Lobos, y el gasto que les hizo asumir a los de Torrelavega en el Vicente Trueba, para luego abandonarlos, hay toda una historia de clubs sin patrimonio, sin orden ni concierto, viviendo de los impuestos de todos, gracias a nuestra capacidad para dejarnos enervar por los sentimientos de los colores.
Pero todavía no he visto a ningún político pedir perdón, ni sentarse en un banquillo por responsabilidad en estos asuntos, ni que les tiren sillas y papeleras cuando acuden a un mitin
Si amamos los colores de nuestra tierra, invirtamos dinero en Teka, perdonemos los impuestos a Haulotte, fichemos a gente para Papelera del Besaya, regalemos bienes públicos o estadios a los ancianos de la Pereda, o apliquemos la misma tarifa por uso de instalaciones a los jóvenes que usan pabellones y campos municipales cada semana para entrenar o divertirse.
Eso si es amar los colores. Porque el color que importa es el de la piel de la gente, no el del partido del gobierno de turno, ni el de la cartera de Pernia.
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