No fue muy perceptible al principio. Sólo se que recibí el primer golpe en 2014, de quien menos me esperaba. Luego me agredieron en 2015, sin que nunca supiera en qué me había equivocado para recibir tanto mal y para que nadie me defendiera . Y ahí comenzó mi caída al abismo. Cada vez me inundaba más la apatía, el silencio, la tristeza y la incapacidad para dormir. La memoria se fue alejando, los dolores de cabeza y los temblores invadiéndome y la sensación de soledad haciéndose insoportable.
Desde 2016 ya no pude hacer un curso completo. La gente que me rodeaba se cebó en mi, miro hacia otro lado o simplemente me abandono, al tiempo que mi único soporte eran mis alumnos, siempre pendientes de mi. Y así entras en una enfermedad vergonzante y silenciada en la que tú sufres a diario un dolor inmenso y una soledad angustiosa, mientras para los demás te conviertes en un tipo raro, callado, malencarado, egoísta, poco sociable y al que hay que tratar con desdén. Te levantas una hora antes que los demás, para convencerte de que debes vivir un día más, tomarte tu media docena de pastillas y esperar que su efecto te permitan salir a la calle y cumplir con un trabajo que al mediodía te dejará agotado y con el único deseo de volver a tu casa y encerrarte en tu refugio, rodeado tan solo de los recuerdos de lo que fuiste y la melancolía como única compañera. Los años pasan, y un día tu médico te reconoce que ya no hay más tratamientos ni terapias ,que no puede hacer por ti más que vigilarte para evitar que hagas una tontería. Y ya solo encuentras un pasajero alivio, ese momento mágico en que entras en un aula y el bullicio de tus niños hace que tú alma de un respingo, y los romanos inunden tu aula y algún proyecto surja , y una ilusión te invada. Pero es efímero. Cuando sales de aquel espacio la oscuridad te rodea y no hay nadie a quien pedir ayuda.
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