Fueron mis alumnos en los tiempos en que yo crecía y creaba, y necesitaba alguien que me acompañara, y me escuchara y me abriera a la verdad de la educación. Y mis alumnos lo hicieron. Aun hoy, raro es el día en que algún alumno de bachillerato o alguno que ya hace tiempo me dejó visita mi nueva morada, donde comparto destierro con mis padawans, ese que ahora transito unos pisos más arriba, unos cursos más atrás.
Ayer todo cambió. Vino alguien especial para mí, aun pasados los años. “Me gustaría contarte algo”, las dije. Una hora entre mi charla y su silencio, unos cafés, unas sonrisas de compromiso, una caricia en la nariz y un “gracias” fugaz y entrecortado. Y tras ello, me disipé, como la niebla, entre las calles de la que fue mi ciudad, entre el bullicio de gente desconocida.
Yo era un maestro feliz, junto a mis respetados niños, entre mi vorágine de ideas, pendiente de cuanto consejo, aplauso o riña precisa un niño para acompañarlo en su caminar diario, su madurez continua. A medio camino entre la necesidad de ejercer un trabajo amado y el deseo de prender en ellos la mecha de la superación, el aprendizaje y la instrucción. Y así pululaban mis días en la creencia de ser comprendido. Siempre en la confianza del bienestar de los que me rodeaban, siempre en la creencia de hacer lo mejor para la gloria de mi casa y de los que en ella habitan. Hasta que un día descubres que todo es mentira.
Hoy son muchos los esfuerzos, y muy positivos, que la educación despliega para proteger a los niños de cualquier violencia o acoso, pero de los maestros nadie se preocupa, aunque algunos, los menos, vivan en un clima de violencia soterrada, aunque sea creada por una estruendosa minoría. Posiblemente los centros permanezcan ciegos para no sufrir dolor, o para no padecer molestias, o por no ser capaces de mirar lo que ven, pero no es infrecuente que haya maestros que vivan en medio de una violencia gratuita y cotidiana generada por algunos de sus iguales, desatando un proceso destructivo del que, sin malicia, la mayoría de sus compañeros son ajenos.
La psicóloga Ana María Landa ha llevado a cabo un estudio que describe un preocupante panorama en los centros educativos españoles. Un 35% de los maestros consultados, en una muestra de 8.000, reconoce haber tenido comportamientos despectivos, intrigantes o malévolos hacia sus compañeros. Un 21% de los maestros reconoce en este estudio haber sufrido daño no provocado por algunos de sus iguales. Un 19% de esos trabajadores reconoce estar en tratamiento por depresión y haber tenido alguna vez el deseo de morir para acabar con esa situación. Seguro que la mayoría hemos oído hablar alguna vez del bullying, de esas escenas de violencia que de vez en cuando abren un telediario o cierran un periódico, en la que adolescentes incontrolados apalean a una víctima indefensa, mientras lo graban con el móvil, para luego regodearse en el canal de videos por excelencia. Pero hoy no hablo de eso.
En claustros, seminarios y espacios comunes se forman, a veces, jerarquías que pasan del prestigio y la capacidad de influencia, al dominio. Personas que marcan territorio en su centro, que quitan a otros su honra, que ponen en entredicho su praxis educativa, que acusan de falsedades, que predisponen a los niños contra un compañero, que eliminan competidores en “su carrera a la fama”, que “empujan”, que marginan, que despojan a algún compañero de su dignidad. De tal forma y tan continua, que las víctimas acaban aceptando su destino para no sufrir más, desarrollando hábitos asociales o comportamientos violentos, en una cadena hacia bajo de opresión que les hace a todos cómplices de un ambiente irrespirable.
Y no es un panorama exagerado. Pero de tan rutinario que es, le hemos dado carta de naturaleza. Admitimos que entre personas a veces hay conflictos, y que alguno dice una palabra a destiempo. Admitimos una dosis de violencia en nuestras vidas que, en realidad, no es más que la punta de un aprendizaje regular y contundente que nos saca a los maestros de esa magia de reyes magos en que nos sumergimos en nuestros primeros años de profesión, y nos mete en un pozo de miseria donde aprendemos, y rápido, un concepto de supervivencia que poco tiene de social y ciudadano. El informe de Landa aporta otro dato desolador. No hay un perfil de maestro acosado por sus iguales. Puede ser cualquiera. Porque el problema no está en los que sufren, sino que esta entre los abusadores. Grupos de amos en busca de siervos y que, en el fondo, solo son personas con carencias. Gentes de concepción elitista que no han desarrollado afectos, personas débiles que salvan esa debilidad machacando a quien es más creativo o más querido, gentes aprendices de su entorno. Si, aprendices. Lo explicaba muy bien el director Christian Molina, en una estremecedora película, “I want to be a soldier”, la historia de la transformación de un niño, sujeto a la influencia de la violencia que emana del cine, la televisión…
¿Nadie lo ve?. Todos somos testigos. Esa es la raíz de la enfermedad, entender como natural lo que no lo es. Y la educación no es un ámbito difuso donde instruir, sino un lugar muy concreto donde educar, y para eso hay que ver, hay que hablar y hay que hacer sentir la presencia y el ejemplo.
Y cuando la víctima descubre su destino, cuando toma conciencia de que no es feliz, de que no quiere ir al colegio, de que quiere estar solo, que está distraído, que se abstrae, que pierde la fe, que descubre la maldad, que se siente indefenso, que cae en la cuenta de que sus jefes y amigos no pueden protegerle y que sus mitos son de barro, entonces el maestro vilipendiado se da cuenta que ha educado a sus niños en la ficción de una sociedad humana y feliz cuanto ha podido, pero que la burbuja se rompió.
Al final sobrevives, y te endureces, y pierdes años de tu vida, y degradas tu trabajo y pierdes años de la felicidad que te ofrece tu trabajo de aula, y sufres mucho, cuando no tenías porque y sigues viviendo, aunque con una herida que se agranda por días. Y es que dicen que el sufrimiento nos endurece y nos apremia y nos hace crecer, pero es mentira. Nos hace crecer la felicidad, que es lo propio de una persona, no el dolor, que no es propio de nadie.
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