El drama es una mercancía esencial en el mundo en que
vivimos, y lo es porque contiene un irrechazable atractivo para todos nosotros.
Quizá porque en el fondo no somos más que los animales de la cúspide del
sistema, pero animales al fin, nos gusta.
Con ese morbo que envuelve todo lo humano, nos recuerda lo
incontrolable de nuestras vidas, y los retos que el mundo nos presenta, como un
salvavidas que nos aleja de la rutina y el tedio. Crímenes, desastres
naturales, secuestros, desapariciones misteriosas o tragedias sin cuento, nos
hacen temblar mientras retuercen nuestro corazón y nuestras tripas, en una
buscada descarga de adrenalina, del mismo tipo que la que pagamos en un parque
temático. Es una sacudida en la que buscamos ansiosamente recordarnos que
estamos vivos, que no somos parte de una maquinaria prefijada, si no sujetos al
albur de no sabemos qué destino incierto que, quizá, quien sabe, nos aleje a
nosotros del drama y nos acerque a la gloria al colocarnos ante los focos y la
mirada de todos, aun cuando, es lo más probable, solo nos convertirá en
espectadores de la trágica, y a veces envidiada, vistosa y contemplada tragedia
de otro. Para muchos es un juego que nos asoma a lo más oscuro de la condición
humana, nos abre la compuerta de lo censurado por un instante, y entre las
tinieblas de agresiones sexuales, venganzas o robos, enciende la luz del alma
amable de la humanidad, centelleada en solidaridad, entrega o generosidad.
Decía el psicoanalista Samuel Lepastier que esos grandes dramas
que los medios nos acercan cada día a la hora del noticiario son hoy un acto
imprescindible para contrapesar las miserias de sociedades humanas, en las que
se han diluido las relaciones interpersonales hasta límites alarmantes. La
muerte provocada por un volcán, el asesinato vil de una niña, o el abuso sobre
decenas de familias humildes de un capitalista sin escrúpulos son útiles para
unir a los grupos humanos frente a un enemigo humano y común. Son actos
concertados en los que el hombre alivia su sentimiento de fragilidad y
vulnerabilidad al sentirse parte de un todo unido por un sentir común. Son
experiencias emocionales compartidas que, incluso, llegan a ser revulsivos para
cambios importantes del orden de las cosas, en el nivel emocional, en el de los
comportamientos o incluso en el de las leyes.
Claro que el instinto tira, y no siempre la propensión a
admirar el drama es tan loable. Escribía, no hace mucho, Jean-Pierre Winter, que,
en el fondo, esa pasión por presenciar el crimen, tan visible en los remolinos
de gente que sobrevuelan un suceso en cualquiera de nuestras calles, tiene una
explicación, generalmente más inquietante. Y es que, a fin de cuentas, nuestra
irrefrenable tendencia a la vida colectiva, impone ciertos peajes. Uno de
ellos, la renuncia impuesta a pasiones como violar, matar o plasmar la ambición
o la venganza en un acto infame. Pues bien, que mejor que saciar ese instinto
reprimido en la vida de otro. Mucho menos arriesgado, qué duda cabe. Y es que
no podemos negarlo, en la edificación de nuestra personalidad, en la de cada
uno de nosotros hay una dolorosa renuncia a las pulsiones que nos vinculan al
reino animal del que, no se olvide, procedemos. De ahí nuestra pasión por
conocer y degustar lo prohibido o matar o destruir, aunque solo sea en un
videojuego. Bien es cierto que hemos construido, durante generaciones, y con
mucho mimo, auténticos diques emocionales, morales y sociales contra esas
tendencias destructivas para el tejido social. Diques llamados educación,
cultura o valores ciudadanos. En el fondo mentiras que pocos creen, y que,
cuando se conculcan, vivimos con gozo en los actos que los más osados,
inconscientes o valerosos se atreven a ejecutar, desafiando el corral de normas
que hemos tejido con suma paciencia. Y, aún más, nos satisface el drama, más
allá de su contemplación como un alter ego, por aliviarnos ante la constatación
de que nosotros hemos dominado esa bestia que nos habita, y que otros, más
débiles, claro, no han podido domesticar. Esa famosa frase de “yo no soy así”.
Nos fascina que otros humanos, semejantes y próximos
conviertan en tangible , en un acto furtivo e inesperado todos nuestros
fantasmas escondidos, a la vez que, como suele recordar Serge Garde, nos
acercan a una necesaria reflexión sobre nuestra fragilidad y sobre el limite a
nuestra ambición y nuestra soberbia tecnológica, un límite llamado muerte. Una
realidad negada u ocultada por la sociedad actual, y sin embargo fija en
nosotros, como el foco lucernario de un teatro. Una realidad de la que no nos
aleja ni el favor popular ni el dinero, y que nos tranquiliza cuando ataca a
los tocados por la fama, al darnos el alivio de que, al menos, la desgracia es
democrática.
Sin embargo hay algo más inquietante que el hecho mismo de
nuestra admiración por el drama ajeno y es nuestro comportamiento
discriminatorio ante la naturaleza de este. Pocos se atreven a manifestar en
público otra cosa que no sea repulsión ante el crimen más antinatural y
abominable de todos, siento todos de igual catadura, el que se ejerce contra
una mujer, pues ataca el origen mismo de la vida. Y hasta en eso el mundo
moderno ha cambiado su sino. Y es que Cain mato a Abel, y bien caro que le
costó, pero ¿acaso alguien hubiese osado asesinar a Eva?. Hoy sí.
Más allá de contra quien se ejerce la violencia y de quien
sufre el drama, hay algo que me perturba más, y es la mirada del espectador.
Hay dramas que entendemos parte del guion, asumibles, rutinarios y necesarios
casi, por emanar de un mundo ficticio, pues solo existe en el mundo de los
haces catódicos de la televisión. Así, ver morir por decenas a niños, soldados
o campesinos de cualquier lugar de Asia o África nos fascina, nos atrae o nos
conmueve, pero solo durante un instante, al fin y al cabo, mañana habrá más, no
es tan excepcional, sino un rasgo más de esas vidas, condenadas, como las de
los gladiadores de un circo, a entretenernos con sus desdichas. Pero que la
tragedia sacuda nuestro mundo es otro cantar. La vida de una española, sacudida
por el desgraciado de su compañero, al que ella, emocionalmente atada, permitió
ejecutar, nos inquieta más, porque es más posible que golpee nuestras vidas,
que los lejanos efectos colaterales de nuestras tropas en el lejano y virtual
Afganistán. Lo irónico es cuando Afganistán está entre mostros, y lo apartamos.
Fijaros, ha pasado tiempo desde que desapareció Jeremy, un niño canario de
siete años. No mucho después desapareció Maddie en Portugal. En este tiempo en
que hemos sido testigos de ambos dramas, nuestra actitud ha diferido mucho ante
ellos. El primero era el hijo de una familia humilde, la segunda de una
acomodada. Maddie alcanzó muy pronto el favor y el auxilio de deportistas,
artistas y hasta del Papa. Por ganar, ganó hasta el tiempo del gobierno, en
cuya representación el ministro Rubalcaba recibió a sus padres en Madrid.
Jeremy, cual niño afgano, solo ha servido para animar las páginas de sucesos,
cuando poco más podía rellenarlas.
No alcanzo a concluir un pensamiento que habra luz sobre
nuestros comportamientos, solo una profunda e intensa sensación de pena, por
una humanidad, a la que pertenezco, que acuna su ocio en el dolor ajeno, y
otorga a cada drama el oro, la plata y el bronce de aliviar nuestros instintos.
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