sábado, 30 de mayo de 2020

Un hilo de odio




Para nuestra desgracia no es nuevo. Una magnífica película de Alan Parker de 1988 (Arde Mississippi) ponía en las palabras de Chris Gerolmo y en las miradas de ‎‎‎Gene Hackman‎ y ‎Willem Dafoe todo el odio y la amargura de la población afroamericana, en la América de los años 60. 
En aquella película, aunque muchos nos quedamos con la violencia contra un chico negro, defensor de los derechos civiles, había algo más en el trasfondo, dos chicos judíos defensores de los derechos civiles, otra minoría. Sesenta años después los wasp (acrónimo inglés de White, Anglo-Saxon and Protestant), bajo el liderazgo de líderes radicales y analfabetos, han asesinado a un muchacho negro, solo por ser eso. Y nos escandalizamos, como si hubiéramos descubierto la pólvora, aunque no mucho, que la noticia es en los informativos la número 12, tras las terrazas, la ocupación de las playas y los bailes de cifras del gobierno.
La muerte de George Floyd ha ocurrido en un día, pero el discurso del odio es cotidiano. Y no hace falta irse a la América de Trump, con un vistazo a nuestras Cortes ya tienes para vomitar un mes.
Unos meses antes, de la muerte de Floyd, palabras como fusiles salían de la Dove Outreach Center, la iglesia Pentecostal del reverendo Terry Jones en Gainesville, Florida, uno de los muchos acérrimos seguidores de las teorías wasp y las barbaridades consentidas de Donald Trump.
Y todo porque este apacible reverendo, pistola al cinto, ha movilizado a sus cincuenta feligreses para volver quemar un día de estos un número indeterminado de libros del Coran, al tiempo que monta un “Call Center” dedicado a llamar, uno por uno, a los musulmanes, transexuales, negros, gays y progresistas provocadores.
El escándalo, en medio de las continuas protestas y desplantes a Trump y sus partidarios (por su enfrentamiento con China, su mala gestión de covid, su salida de la OMS y un largo etcétera) se ha suscitado por, aparte de ser un acto irreverente e indigno, temerse la reacción de movimientos islámicos que podrían iniciar represalias no solo contra el clérigo, sino contra las tropas e intereses americanos en medio mundo, justo cuando la situación militar en Irak y Afganistán es más difícil de pronosticar, y precisa más de la colaboración de la población civil, justo cuando el presidente hace gala de su vena anti mejicana y racista y justo cuando Washington está más empeñado en iniciar una guerra comercial, al menos, contra todo lo que se menea.
De momento las amenazas del FBI y las llamadas a la calma del gobierno del estado no han dado mucho fruto, por lo que el riesgo ha sido frenado por la negativa del departamento de bomberos de Gainesville a dar el permiso para hacer la hoguera, y de algunas compañías telefónicas que han decidido boicotear los spams intimidatorios.
En realidad, Jones, un fanático exiguo de seguidores e irrelevante en el panorama social americano, no ha hecho más que avivar la histeria antimusulmana latente en Estados Unidos, alimentada por el 11S, las guerras asiáticas, la cizaña del lobby judío y la marginalidad de este colectivo en el país, según declaraba esta semana el líder islámico americano, Muhammad Musri. Una histeria latente que despierta, de día en día, aprovechada y alimentada por personajes como Trump , dispuestos a emplear la debilidad humana, en su propio beneficio. Y en eso, la explosión de Minneapolis sigue la misma dinámica.
En un país ensimismado en la libertad individual y de prensa, casar estos derechos con la libertad religiosa y los intereses gubernamentales se está volviendo complicado en los últimos tiempos, como reconocía hace tiempo el fiscal general del Estado, Eric Holder.
No son raras estas situaciones en Estados Unidos, donde la tan manida libertad individual da paso, en ciclos muy cortos a personajes como este, que amparados en las leyes son capaces de poner en marcha procesos a veces extravagantes y muchas peligrosos. Poco se entiende, sin embargo, que este personaje, que tuvo que abandonar Alemania, su primer centro religioso, acosado por la comunidad turca que le acusaba de xenófobo, y por la policía, que le acusaba de ladrón, haya podido levantar de nuevo el negocio en una zona tan progresista de Florida. O que mantenga su iglesia abierta tras la salvaje y desvergonzada campaña que protagonizó en su día contra el candidato a la alcaldía Arthur Lowe, y todo por ser homosexual.
Desde que su iglesia fuera fundada en 1986, y desde que el asumiera su liderazgo en 1996, parece que ha pasado tiempo para que las autoridades pudieran haber evitado esta peligrosa situación.
La obra de Jones, revela la delgada línea de defensa que una sociedad, defensora de la ley y la libertad, tiene ante personajes estrambóticos como este que, pese a ser minoritarios, pueden poner en peligro a toda la sociedad cuyas leyes les amparan. Y el peligro de una policía amparada por la presión de los blancos y la apatía de muchas administraciones, que anteponen su reelección a un mínimo de moralidad e ideales.
También el escándalo Jones ha vuelto a poner sobre la mesa el desmedido poder de la prensa, capaz de poner en portada mundial a un loco de pueblo, que sin la colaboración de aquella nunca habría obtenido relevancia. De eso sabemos mucho los que tomamos a diario pequeñas iniciativas que, silenciadas por la prensa, nunca existen a los ojos de la sociedad.
Solo unos pocos han reaccionado ante las provocaciones del pastor. Pero en ocasiones no por una convicción moral. Ante una leve amenaza, Occidente se baja los pantalones, cede y se moviliza para pedir perdón por adelantado y no enojar al mundo islámico. Una reacción muy distinta que la que esas sociedades practican con los occidentales o con sus propios miembros.
Y así camina Occidente, dando bandazos entre políticos demagogos que explotan las miserias del alma humana y hombres de buena fe, llenos de complejos, capaces de soportar cualquier cosa, con tal de no ofender a ideologías cuya sola actitud es una ofensa.
Y en medio Trump, y todos los que le siguen ante nuestra pasividad.

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