Siempre has
sabido encontrarme cuando el aire se hacia oscuro y la luz se tornaba turbia. Siempre
te he encontrado en los años oscuros. Y en los otros también, para decirme un halago,
mirarme a los ojos para adivinar que ocurría o para, sin mediar palabra,
regalarme un beso de cariño, una palabra amable, una caricia en el aire.
Dicen tus
antiguos alumnos que fuiste para ellos una gran maestra, la que les enseñó, acogió
y les hizo felices.
Yo,
desgraciadamente no he sido tu alumno, pero también me hace ser feliz cada día
esperar encontrarte para intercambiar una mirada, quizá una frase y siempre
unas gotas de esa alegría tuya que me es tan esquiva.
Doy fe de
cuanto atesoras y cuanto das entre las paredes de tu aula, o en aquel lugar que
se apreste a tu maestría. Doy fe que eres una de las protagonistas de esta casa
común con tu quehacer diario inculcando a tus niños valores, amores y
compromisos. Pero yo siempre he admirado tu forma de tratarnos a todos, hasta a
los que no conoces ni lo harás nunca.
Mientras escribía
estás líneas me han venido a la mente todo eso que haces y parece invisible.
Recuerdo
cuando, con otras ilusionadas mujeres os dedicabais a ir por bares y tiendas
vendiendo unos pequeños broches que vosotras mismas hacíais, con la cara de un
niño para un proyecto de Manos Unidas. Recuerdo aquel mercadillo o el bingo solidario
o la lotería, recuerdo cuando mandabais dinero a aquellas monjas para que
cuatro niñas fueran a la universidad.
Recuerdo
que tu no te rindes nunca, aunque el corazón te duela y el alma te siga pegada solo
con una cinta de color esperanza.
“Algunos
hacen viajes a lo largo de las carreteras. Otros hacen el camino también”. Quien
te conozca te habrá oído esa frase, aunque esté con los labios prietos, solo en
el candor de sus ojos.
Hay gente
especial, gente decisiva en nuestras vidas, bien porque construye catedrales, sana
cuerpos o mentes, descubre estrellas y Atlántidas o da forma a las personas. Este
último, uno de los oficios más nobles de un ser humano, es el tuyo y el de ese
conjunto de magos del gesto, la palabra y el alma que trabajáis con los más
pequeños
Esta semana
he estado deambulando con algunos amigos de aula buscando no se aun que.
Paseando
entre el tibio sol de invierno te he comprendido a ti y a tu, a veces melancólica
mirada que encuadra su rostro, aunque sea entre tu perenne sonrisa. Te he
comprendido, porque el paisaje y la gente que encontré a mi paso me hicieron
recordar las palabras de una niña que pudo en su niñez pudo degustar el vigor y
el entusiasmo que desprendías. “Aquello no era dar clase”, me decía María, “Lo
que hizo con nosotros ella y los suyos fue darnos un arma poderosa con la que
convencernos de que el trabajo colectivo resuelve nuestros problemas, que vivir
en comunidad acrecienta nuestra fuerza, que amar y sentir, en la piel de otros
nos redime y nos hace crecer, porque en la entrega a los demás nos descubrimos
mejor, sin tapujos y sin miedos”. Una niña de diecisiete años. Eso es lo que
aprendió de ti en tan solo un año.
Querida
Ana, tu siempre has buscado crear comunidad, generar orgullo entre la gente de tu
propia existencia, sacar del anonimato a cada maestro y recordar el valor a
todos nosotros de lo que nuestra casa atesora.
Pero de
toda esta comunidad, y sin desmerecer a nadie, quien irradia más luz, cuando
sales a su encuentro eres tú. Frágil, menuda, luminosa, como un torbellino que
te atrapa y ante el que no puedes resistirte. Tú nos miras a los ojos y nos
dices “la educación es la vida”. Y tú la amas desde ese instante.
Querida
Ana, no quiero irme sin darte las gracias. No quiero irme sin que sepas cuanto
me has arrastrado a la luz. No quiero irme sin decirte que no me iré de ti.
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