La vida es
un instante breve, una nube delicada que nuestro corazón evita que caiga al
suelo, y que nuestro ánimo soporta en un precario equilibrio. Hasta que un
soplo de viento, un vendaval de ira sacude el aire y lo derriba. A veces el
aire es una perturbación que ni nuestra mente es capaz de anticipar. A veces es
la mente humana, la desazón del alma de quien no la tiene la que mueve el aire,
sacude nuestros cuerpos y derriba nuestras vidas.
Hace unos años, un vendaval
de odio, un viento cargado de sin razón ahogó las vidas de nuestros
compatriotas, casi enmudece nuestra voz y nos recordó lo cercana que la muerte
se pasea entre nosotros, hace ya tanto tiempo. El odio nos mira a veces con un
color de pelo, a veces con otro de ojos, algunas con un caminar vacilante, pero
siempre vociferante, siempre ciego, siempre asesino.
Creemos que
el destino nos coloca en una calle, en un semáforo, junto a un coche lapa,
encima de un tren, o junto a un teléfono por azar. Pero no, es la cosecha de
sembradores de muerte que pululan entre nosotros, que crecen entre nosotros,
que, a veces sin querer, a veces con un atisbo de inconsciencia, alimentamos en
nuestro derredor, pero que siempre nace de un recóndito rincón de nuestras
pesadillas.
Los que,
como aquí, en un colegio, o en un medio de comunicación vivimos, tenemos mucho
en común. Somos una parte de la conciencia de nuestra sociedad, una parte del
motor que mantiene en equilibrio toda la vida que compone nuestra comunidad.
Creamos ciencia, mantenemos el arte y adoramos el espíritu humano, somos una
barrera contra el odio, que lo detiene, lo amansa, lo estrangula y lo subyuga,
y esa es parte de nuestra suprema misión. Las paredes que nos acogen, los
campos que nos rodean pueden, Dios no lo quiera, ser algún día escenario de
actos contrarios a la esencia humana, pero cada día deben ser el semillero de
donde nazca una sociedad renovada que impida otro 11 de marzo como el que en
este momento asalta de lagrimas a nuestra memoria, como primero lo pudieron ser
un 2 de agosto, un 3 de septiembre, un 4 de abril, o cualquier día en el que lo
infrahumano tomo cuerpo entre nosotros.
No
alimentemos rencor, no vivamos para la venganza, cerremos en nuestro corazón
cualquier rincón donde anide la larva del menoscabo a lo distinto, a lo
diferente a lo no coincidente con nuestros intereses. Pero no olvidemos nunca a
los que murieron por querer ser libres, por querer caminar, por ir a su
trabajo, por acompañar la vida de su hijos, por amar, por leer, por pensar, por
sentir. No cerremos nunca nuestra alma al recuerdo de quienes murieron un 11 de
marzo, y tantos otros días antes. No olvidemos a sus familias, a sus amigos, a
sus huérfanos, a sus viudas, a quienes quedan solos. No olvidemos, sin rencor,
mirando a la vida de cara, pero no olvidemos.
Imagen
Edmundo.es
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