domingo, 29 de noviembre de 2009

Hasta que la muerte nos separe


Hay que reconocer que algunos personajes de la vida pública española son una fuente inagotable de motivos para reflexionar. No esta en mi intención esta semana el cotilleo, la realeza o los medios de comunicación, pero la ciudadana Elena de Borbón me ha sugerido un buen punto de partida.

Llamados a ser, como somos los españoles, los reyes del eufemismo, esta semana se conocía que la mayor de las hijas del rey había “puesto punto final a la transitoriedad del cese de su convivencia con Álvaro de Marichalar”. Vamos que se ha divorciado, que la Casa Real también podía ser consciente que en tiempos de crisis es bueno ahorrar, hasta en palabras.
En una sociedad que aspira a la igualdad entre géneros y que presume del buen yantar tocante a libertades, tampoco es noticia. Es más, resulta incomprensible que en una sociedad abierta y plural alguien se escandalice por que una mujer ejerza un derecho que ya estaba escrito en el Código Civil Napoleónico, hace doscientos años. Ni siquiera vale apelar al buen ejemplo que deben dar los miembros de la familia real, como máxima institución del estado, porque acometer un divorcio, en las condiciones de aparente normalidad en que se ha desarrollado este, es un buen ejemplo de normalidad democrática, en la que todos, de arriba a abajo, ejercen sus derechos sin mayores alharacas. Porque si no, parece que criticamos por rancia una institución a la que criticamos cunado no lo es.
Pero el tema es otro. A mi me ha inquietado en este caso el porque, no el que. Varios medios de comunicación han recogido y divulgado esta semana que el motivo de la ruptura definitiva estaba en la enfermedad de duque de Lugo, a lo que parece, insoportable para ella, no tanto por su debilitado estado, sino por el inconfesable motivo que le ha conducido a él.
La verdad es que no sabría muy bien por donde empezar a criticar. Porque según parece este fue un matrimonio poco basado en el amor, y mucho en encontrar compañía a una mujer sola y escasamente desarrollada en lo afectivo y en lo intelectual. Quizá Marichalar fue entendido por la Casa Real, no por ella, como un enfermero, como el perro guía de los ciegos. Luego ella espabilo, es un decir, aprendió a moverse en sociedad y hasta alguien la convenció de que era un icono de la moda. En esa metamorfosis, y en sus nuevos círculos de amigos no parece que tuviera mucha cabida ese excéntrico ejemplo de la cultura soriana, familia incluida. Luego la cosa se complicó con el accidente del duque, que limitó su participación en los saraos propios de esta clase social (Baqueira y salidas nocturnas incluidas) y la acentuación de su carácter extravagante, en la moda, las amistades y el sexo. El perro guía ya no hace falta, es más, desentona con el decorado, así que se abandona. Eso, no el divorcio, si que es un mal ejemplo. Abandonar a tu marido, a tu compañero, porque esta fofo y enfermo no es compatible con una sociedad que ha hecho de la sostenibilidad y la dependencia sus estrellas polares. A mi me parece poco ético, tan poco ético como dar a entender, a través de tus amigos, periodistas afines y suelta bulos de turno, que los males de tu marido están asociados a ciertos consumos inadecuados, como ofreciendo argumentos irrefutables de que aquellos compromisos de fidelidad y amor que un día juraste ante Dios se han roto, pero por él. Abandonar a alguien no se si será malo, pero cargarle el muerto es cruel.
Y aquí viene, para mí, el aspecto más grave de esta historia. Una de las guerras más hipócritas que mantiene en este momento nuestro país es la guerra contra la droga. Hemos llegado a una situación de tolerancia abierta en el consumo de ciertas sustancias de manera generalizada e irreflexiva. Se sabe, se consiente, se admite, y hasta en ciertos niveles se toma como un elemento necesario del paisaje el uso de determinadas drogas, que facilitan relaciones sociales desinhibidas, despreocupadas, superficiales y envueltas en una felicidad artificial, despreocupada. Raro es que una noche de fin de semana no entres en algún local en el que el humo y el olor no delate que las chinas corren de manera olímpica. Raro es no ver en alguna de las esquinas más céntricas de Santander a chavalucos de quince pasando bolsitas de maría. Raro es no ver echar unas caladas en una playa de la ciudad, estos días, junto a tu tabla clavada en la arena, o en los vestuarios de algunos deportes base. Raro, muy raro es, no ver el trasiego y el éxtasis de quienes lo fuman a las puertas de las facultades de letras del Campus de las Llamas.
Hoy hablar de drogas sigue siendo como mentar a la bicha, los poderes públicos declaran su guerra total y la gente de la calle lo considera un mal atroz que se debe erradicar, porque en su mente aparece el heroinómano llagado y sin control de sus esfínteres que las películas nos muestran en un decorado de una casa en ruinas. Pero de esa imagen hemos sacado hace tiempo al cannabis, la maría y el hachis. Que la gente salga de marcha, tome unas copas, se mame y se fume no es algo raro, pero es que tampoco es ya inadmisible. De hecho hasta creamos lugares públicos y acotados preparados para ello. Y lo entiendo, es razonable, un joven fumado, más en estos tiempos de crisis, es más inofensivo. Luego vendrán las secuelas. Chicos normales de pronto desatan patologías neuróticas, esquizoides, síndromes de falta de atención o hiperactividad y dificultades de relación social. Procesos en muchos casos larvados, que nunca hubieran aparecido pero que los porros y las hormonas han desencadenado, como una enzima cualquiera de nuestro cuerpo desencadena de forma irreversible una reacción química.
Ahora la alta sociedad madrileña nos enseña la cruda realidad del problema. Cuando lo tomas eres guay, pero cuando maría te jode por dentro cesa la convivencia. Y es que la droga es como el matrimonio de antes, hasta que la muerte nos separe.

No hay comentarios:

Comparte en las Redes

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...