domingo, 14 de noviembre de 2010

Una sociedad en coma


Dicen que la vergüenza es un sentimiento humano caracterizado por una turbación del ánimo, que llega, incluso, a encender el color del rostro. Y que este fenómeno trae cuenta, en quien lo padece, por alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante, a veces propia, y a veces ajena. Y así me siento yo. Llegados a este punto, la causa de tal sentimiento es en mi anecdótica, hay tantos motivos. Hay tantas causas de sonrojo propio y vergüenza ajena, que no sabría por donde empezar. Pero si es preciso citar uno. Siento una profunda vergüenza, ajena y propia, por como hemos tratado a Antonio Maño.

Llevo toda una tarde sentada tras esta cuartilla de cristal, buscando palabras para rellenar esta plana. Para rellenarla y esconderme detrás de este muro de letras, bien adentro, y que nadie me vea. Ni tan siquiera yo.

Una tarde llevo buscando palabras, mientras Antonio lleva dos décadas escuchando el silencio. Una simple rinoplastia fue suficiente para acabar con la vida de este estudiante. Porque respirar respira, pero ya no tiene vida. Toda operación conlleva un riesgo. Siempre cabe la posibilidad de que algo salga mal, somos humanos, la vida es así, quien juega pierde, mala suerte ... Un accidente no admite conciencia del acto y una reiteración del accidente en el tiempo no admite nada. Decía hasta ahora nuestra conciencia social, los tribunales, que un ciudadano del común asumió el riesgo, en mala hora, de operarse su nariz, entre los riesgos derivables de tal decisión se encontraba el hecho de que, retirada la intubación, un vomito le ahogase y dejase muerto su cerebro. Pero unos padres nunca asumen la fatalidad que arrincona a su hijo, y estos lucharon contra esa fatal mueca del destino. Su hijo, su amado y brillante hijo no podía quedar en la cuneta de la vida, con veinti pocos, por una puta nariz. No, a su hijo no le podía pasar eso. Y acudieron con su alma en la mano a quienes han jurado proteger a cada uno de nosotros, para obtener justicia, y ante todo averiguar la verdad. Un juez y otro, y otro y otro, han dicho a esos padres durante estos años que su hijo esta muerto, o algo así, y que ante eso la resignación es la única manera de expiación. Pero un padre nunca renuncia a un hijo. Muerto o vivo, respira, y ha de ser lavado, y movido, y curado y atendido, y amado. Y eso precisa de una ayuda que ellos no poseían. Lo llamaremos tozudez o inconsciencia.
Que si, que es mejor aceptar en casa a la parca que luchar con ella. Pero no, eso un padre no lo entiende, ni ante la entrada del cementerio. Dos décadas mendigando justicia, verdad y ayuda de juzgado en juzgado, para que este diga no, y extienda una factura. Abogados, peritos, tasas, diligencias, costas. Y así hasta, irresoluto el problema, añadir otro, la ruina. Facturas de médicos para atender a Antonio, facturas de fisio y farmacéuticos, de peritos y abogados, de jueces y sanguijuelas. Se sacan los ahorros, se quita un plato, se venden las joyas, se subasta el piso. Se acaba en la calle.
Tras dos décadas, veinte años, que se dice pronto, de vida perdida. Un médico aparece cuando esta a punto de caer la carta de ajuste y dice que el sabe la verdad. La culpa no estuvo en el fatal del destino, si no en un anestesista que no estaba en su puesto y en unos galenos que no se percataron de que el tubo de respiración estaba fuera, como el aire que ahogo su cerebro. Ahora, se sabe ahora, veinte años después.
Como la saña se cría fácil, estos hechos suelen agitar los fantasmas que todos llevamos dentro. Y como corredores de cien metros, una parte del país, hincada en el suelo para saltar como un gato, ha saltado ante el tema. Que si les esta bien por gastarse el dinero en cirugía estética. Que si la sanidad pública es una mierda. Que si la justicia es muy lenta. Que si los médicos se tapan y por eso no había salido antes a la luz la verdad. Que si porque hemos de pagar entre todos los errores de los demás y la pertinaz queja de una familia. Que si cada uno aguante su vela. Solo ha faltado criticar a los americanos, que es siempre lo más socorrido. Pero como Obama no esta pa na.
Puedo entenderlo todo, y sin sentir vergüenza. Pero que utilicemos un drama de este calado para hacer política barata y de paso despotricar contra todo, no. Es preciso atender, como a todas las demás que sufren, a esta familia. Y hacerlo ya. Se puede entender todo en este caso, hasta el error médico, pero no se puede entender que la ruina de esta familia haya provenido del estado, cuya factura ha dejado en la calle a esta gente, y con un enfermo de esta magnitud. No es ya cuestión de que la justicia sea lenta o de que el defensor del pueblo atienda más a los toros que a los comatosos. Es que el estado, el mismo que crea y promueve la ley de dependencia (ni Berlanga hubiera concebido un guión tan singular) ha arruinado a una familia en busca de ayuda cobrándole usura (abogados a la cabeza) por decirla que no, que no quiere saber nada de ella.
Nada, lo que se dice nada. Y nosotros tampoco. Veinte años acampados en plena calle, enganchando un cable a una farola, cogiendo agua de una fuente y sacando un poco de cafe de los vecinos, y alguna queja, claro, que una chabola junto al portal de casa hace feo, y más con un inválido.
Hemos hecho tal callo, que hemos tomado la desgracia como parte del mobiliario urbano. Tan frecuente y común es la tragedia de nuestros convecinos, que ya no reparamos en ella, salvo para decirles que no molesten más, que apechuguen con el destino, en silencio. Mientras ante el paso de nuestro cadáver colectivo, nos quedamos mirando al techo.

Imagen ElMundo

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