domingo, 27 de marzo de 2011

La perversión hecha oficio


Puede parecer, y así me lo han dicho, que hay en mis textos una fijación enfermiza y agresiva hacia la profesión periodística. Es más, que en eolapaz mantenemos una actitud injustificadamente agresiva hacia los medios de comunicación, algo que, dada nuestra naturaleza, parece profundamente contradictorio. No es así. Antes bien, lo contrario. La pasión y la profesión de informar es algo muy serio. Trascendente incluso. Y el oficio de periodista resulta, por ello de los más nobles y necesarios. Una sociedad no es sana, y no esta abierta al progreso, la justicia y la igualdad, sin estos hombres y mujeres dedicados, cada hora de su vida a contar las historias que jalonan nuestros sueños colectivos, y nuestros anhelos anónimos. Tanto es así, que algunos, como los que formamos eolapaz, hemos convertido el trabajo de estos profesionales en objeto de admiración y herramienta educativa para, modestamente, aportar un esfuerzo más en la tarea de educar, incluso entre iguales.

He tenido la oportunidad de ver, en los últimos dos años, la ilusión en los ojos de niños y niñas del Alberto Pico, mi querido y añorado instituto, al confeccionar con mimo sus periódicos para El país de los estudiantes o para el concurso escolar del Diario. De forma similar a la que veo el esfuerzo y el aprendizaje cotidiano de los jóvenes de La Paz, en la construcción semanal de eso que el jefe ha dado en llamar “mirar la vida con otros ojos”. Es una forma de educarse aprendiendo a observar, mirar, ver, leer entre líneas, contar, narrar y potenciar una mirada critica, responsable y serena, de un mundo que debe ser para todo ciudadano escenario de acción, no objeto de contemplación pasiva. Por eso sus errores son tan amargos. Porque su trabajo es un espejo para todos de como somos en realidad, y una puerta abierta para entrar en el mundo, evitando que este, con las poderosas y oscuras manos que lo meces, nos engulla sin piedad. Y eso ha hecho en estos días Ana Rosa Quintana, y parte de la profesión. Para juzgar están los jueces, es cierto, pero para los ojos de una profana como yo, el daño realizado por esta periodista, y los que la han coreado con su silencio, es muy grande, precisamente por pretender ser ella juez, y más lista que ninguno. El programa que dirige la veterana e influyente periodista, se lanzó hace semanas a por una exclusiva de las buenas. En pleno juicio contra el pederasta convicto, Santiago del Valle, el objetivo era obtener una confesión pública de su mujer, Isabel García, una mujer, más allá de sus vicios y culpabilidades, débil, maleable y victima de si misma. Tras un seguimiento exhaustivo que incluye, como suele ser habitual, un hábil coctel de coacción, agobio y explotación de ese afán de protagonismo y realce público que todos atesoramos, la cadena consiguió lo que no habían obtenido ni los jueces (ese bien podía haber sido el slogan del programa), la confesión pública de la mujer. Ante toda España, Isabel García reconoció que a Mari Luz la mato su marido, lo que ratificaba las sospechas y pruebas del caso, rebajaba la presión sobre otra imputada y revelaba su perjurio ante el juez. Era evidente, sin embargo, que aquella confesión pública no era consciente, que la mujer estaba siendo presionada por la persistencia del aquí te pillo, aquí te mato de un periodista, cámara en mano, en mitad del portal de tu casa. Ruido, luces, gente que te rodea, preguntas rápidas y continuas, persistentes, increpación y preguntas formuladas de manera que la respuesta esta implícita. Un autentico manual de hábil psicólogo, o de un inquisidor eficiente, o, más aun, de un despiadado buitre. Resultaba patético ver como esa pobre mujer, porque además de asesina es eso, se desmoronaba antes las cámaras, mostraba toda su inferioridad ante las cámaras y se derrumbaba, pidiendo entre sollozos que la dejasen de grabar, cosa que no ocurrió. Es evidente la culpabilidad (para eso no necesitábamos a Ana Rosa) de esta mujer, en un crimen vil, rastrero y repugnante, cometido sobre una niña inocente e indefensa. Tan evidente que la cadena y la periodista, junto a su equipo y su productora, han montado este lamentable espectáculo para obtener de manera ruin y despreciable, una ventaja comercial y meritoria de la debilidad de un ser humano débil y enfermizo, y del sufrimiento de una familia, que se vio obliga a contemplar como su drama se arrastraba por las ondas no para buscar la verdad, sino el dinero y la fama. El propio Candido Conde Pumpido, fiscal general del estado, mostró estos días su repugnancia ante tales prácticas, que no merecen más adjetivación. Pero, como nada es tan malo que no pueda mejorarse, la profesión se encargo de llenar más de barro su nombre. Salvo la irreverente Sexta, ninguna cadena o medio importante, reflexionó, mostró o explicó, que por ese motivo, Ana Rosa Quintana, y un grupo de compañeros están imputados. Un silencio corporativo y cómplice que ahonda más en las dudas que a veces se levantan sobre la ética de algunos componentes del gremio. Para rematarla, los periodistas son citados por al instructora, María Coro Cillan, pero otro juez, y no de muy buena fama, Elpidio José Silva, la abre la puerta trasera de los juzgados, la reservada para jueces y personal, para evitarla, cámaras, molestias y sonrojo, cuando los demás mortales (en la mente de todos están las imágenes de la Pantoja en Marbella, la de políticos esposados en media España o de deportistas acusados de dopaje) deben sufrir el escarnio público de detenciones y entrada en juzgados. Un privilegio inadmisible, que dice mucho de la impunidad moral de esos guardianes de la verdad, que deben ser los periodistas. Con esto y con todo, aun hay quien piensa que soy, que somos, muy críticos con la profesión. A veces si, pero solo a veces.

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